Un jinete guayaquileño que aprendió a volar
Desde los hipódromos de su infancia hasta la dirección de una de las compañías veterinarias más influyentes del país, Franklin Iñiguez recorrió un camino marcado por la determinación, el trabajo constante y la fidelidad a sus principios. Fundador y CEO de Farcovet, hoy lidera una empresa que factura millones y transforma el mundo pet lover en Ecuador, sin perder el arraigo con sus orígenes ni con la visión que lo transformó de soñador a hacedor.

Franklin Iñiguez dirige una empresa que factura más de US$ 7 millones al año y dialoga como quien todavía recuerda lo que costó ganarse ese primer cliente. Es un empresario que, a pesar del éxito, sigue con los pies en la tierra y los sueños a la altura del cielo.

"Yo quería ser jinete", dice. Vivía su infancia entre caballos, montando en los hipódromos con su papá. Ese era el mundo que amaba. También soñó con ser veterinario como él, contador como su madre y piloto, como los que veía volar sobre Guayaquil. No es aviador todavía, pero los otros tres sueños (en versiones adaptadas, híbridas y reales) los cumplió todos.

Farcovet, la empresa que fundó en 2010, es hoy uno de los jugadores más importantes del sector veterinario en Ecuador. Distribuye productos de varias marcas, en su mayoría internacionales, tiene 160 ítems activos en su portafolio y un equipo de más de 60 colaboradores. En el origen de todo había solo una idea, una intuición de no seguir esperando a que otros definan su propio camino.

Se graduó de la ESPOL y su primer trabajo fue en Coca-Cola, pero su verdadera aventura arrancó el día que sintió que ya no podía quedarse cruzado de brazos. "Yo quería hacer algo diferente, algo por mí. Sentía que, muchas veces, era difícil depender de otros". Fue entonces cuando entendió que emprender era el camino necesario para tomar el control de su destino.

Así nació Farcovet. Al inicio, sin productos veterinarios que vender. Su contador le advirtió que necesitaban generar facturación para evitar observaciones legales y entonces decidió moverse. "Importé platitos de perros y me puse a visitar los fines de semana mientras trabajaba". La primera factura fue al local de su familia. Se ríe al contarlo porque ese esfuerzo (tan modesto como necesario) fue lo que mantuvo encendida la llama del proyecto hasta que llegaron los primeros registros sanitarios.

Durante tres años no facturó un dólar por productos veterinarios. Pero no se detuvo. Siguió formándose, trabajando, gestionando trámites él mismo, viajando a reuniones, tocando puertas. Cuando la primera importación finalmente llegó, Franklin ya conocía el negocio desde adentro.

Farcovet, Franklin Iñiguez. Fotos: Robinson Chiquito 

No era la primera vez que se encontraba solo ante un reto. Ya en Western Union, mientras terminaba la universidad, aprendió a equilibrar el trabajo con el estudio. A veces, sacrificando horas de sueño. Otras, renunciando a fines de semana. Entendió muy pronto que nadie regala nada. 

Lo mismo ocurrió en Coca-Cola, donde escaló rápidamente desde roles analíticos hasta liderar una unidad regional con apenas 24 años. "Tenía una oficina muy grande", contó entre risas. A pesar del cargo, procuró mantener la humildad y la cercanía con todos. "Siempre traté de mantener la esencia de la humildad, siempre los pies sobre la tierra (...) pero ya conforme ibas creciendo te iban haciendo el feo". Algunos incluso comenzaron a hablarle de otra forma: "Ya no me decían tú, me decían usted. 'Usted ya es del otro nivel de aquí, ya usted aquí no pertenece'. Yo decía: hermano, soy yo"

La humildad es una constante en su relato, también lo es la gratitud. A cada paso, Franklin reconoce a quienes le abrieron puertas, como sus jefes, padres y mentores que lo guiaron sin imponerle nada. Hoy, desde el otro lado, intenta hacer lo mismo con su equipo. "Si viene alguien que trabaja dentro de Farcovet y no tiene título (...) tiene todo mi apoyo para que estudie. Habrá muchas cosas que yo te puedo enseñar, pero hay muchas otras bases que te va a dar la universidad".

Esa cultura de formación, empatía y exigencia es uno de los pilares de Farcovet. La empresa crece cada año (en ventas, en alcance, en estructura) pero conserva un alma artesanal. Muchos clientes siguen ahí desde el inicio y lo recuerdan. "Una de las cosas que más me encanta cuando salgo a calle o participamos en un congreso es cuando un cliente nos hace un reconocimiento y dice: 'Yo me acuerdo cuando ustedes comenzaron y lo que son ahora (...) siguen siendo los mismos, y sobre todo tú sigues siendo la misma persona'".

Registró los productos, gestionó la logística, importó, facturó, entregó, cobró. Literalmente, cada proceso pasó por sus manos. "El cliente me decía, '¿y me puede dar crédito?' Tengo que consultarlo a mis superiores, a ver qué me dicen y todo lo demás. (...) Ahí me generaba un poco de gracia porque era viéndome al espejo: 'Frank, ¿me autorizas este crédito?' 'Sí, claro, te lo autorizo porque me generó confianza el cliente'".

Cuando otros se enfocaban solo en grandes especies, Franklin apostó por el mercado de mascotas, en pleno auge. Hoy, ese segmento representa el 70 % de su negocio, aunque el área de grandes especies (caballos, ganado, cerdos) creció exponencialmente en los últimos años.

Lo curioso es que todo esto, de alguna forma, lo vivió desde la cuna. Su madre, con un comercio en el Parque Chile, comenzó vendiendo cuadernos y alambres de púas hasta transformarlo, con los años, en una tienda de productos veterinarios. "Cuando yo nací, ella ya estaba con el negocio en marcha". Su padre, médico veterinario especializado en caballos, tiene hoy 91 años y aún trabaja en el hipódromo. Pasó su infancia entre caballos, veterinarias y fórmulas, sin imaginar que ese entorno marcaría el rumbo de su futuro.

Con el paso del tiempo, Farcovet dejó de ser una promesa para convertirse en un actor consolidado. Hoy tiene bodegas propias (una inversión que supera los US$ 2 millones), marcas que lo eligen como su representante exclusivo, una estructura robusta y presencia nacional. Pero sigue operando bajo la sencilla premisa de ofrecer productos que sanen vidas.

Ese propósito es más profundo de lo que parece. Es proteger la salud animal y, con ella, la salud humana. Es formar profesionales, dignificar el trabajo veterinario, acompañar a cada cliente como si fuera el primero.

Cuando se le pregunta si volvería a emprender, la respuesta es clara: "Por supuesto que sí. No me arrepiento en absoluto". Cuando habla del futuro, no menciona cifras ni rankings. Prefiere pensar en propósito y proyección. "No te diría un número de posición, pero que sea reconocida como uno de los principales participantes del mundo animal".

Entre sus metas está desarrollar su propia línea de productos y producir localmente. Aún guarda un sueño personal pendiente: "El único que no he cumplido es ser piloto. Probablemente en algún rato me animo a hacerlo".

Franklin Iñiguez se hizo en el camino, a veces a fuerza, otras por intuición, pero siempre con convicción. Y si bien aún no tiene alas, hace tiempo que aprendió a volar. Con los pies en la tierra y los sueños bien arriba, ningún cielo está fuera del alcance de este empresario ecuatoriano. (I)