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OpenAI, Chat GPT
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Si la IA nos reemplaza en lo que hoy consume casi la totalidad de nuestro tiempo, si las computadoras nos relevan en el rol de abogados, médicos, ingenieros, comerciantes u obreros, si dejamos de ser necesarios para reproducir nuestra propia vida, solo nos queda ser.

22 Marzo de 2023 15.46

Tras un mes de convivencia con el modelo de procesamiento de lenguaje “Chat GPT”, he experimentado una inusitada sensación de desasosiego. Esta nueva herramienta tecnológica, sin duda útil y revolucionaria, parece obligarnos a redefinir el ser “humano”. Más allá de sus aplicaciones prácticas, y la especulación sobre sus alcances, tan utópicos como distópicos, el contacto con la inteligencia artificial (IA) nos arrincona frente a una serie de preguntas incómodas ¿Es nuestra consciencia algo más que una serie de algoritmos?, si ya no tenemos patente sobre la capacidad de razonar ¿que nos distingue entre las criaturas? y, finalmente, ¿qué haremos cuando la IA nos reemplace en las actividades productivas?

Los humanos hemos especulado siempre sobre la posibilidad de que nuestra capacidad creativa, unida a nuestra característica soberbia, nos grajee el temor de los dioses. En el bien conocido dialogo socrático del “Banquete”, por ejemplo, Platón imagina que en el origen el creador nos hizo más fuertes y mejor dotados de lo que somos ahora; cada uno tenía cuatro brazos, cuatro piernas y dos semblantes. Nuestra fuerza y vigor eran tales, dice Platón, que pronto concebimos el atrevido proyecto de escalar al cielo y combatir a los dioses, atemorizando al mismísimo Zeus, que, en resolución, dividió a cada uno en dos mitades autónomas que desde entonces buscan emparejarse. En la misma línea, el antiguo testamento cuenta que en el Génesis todos los hombres hablamos una misma lengua, hasta que ¡engreídos! nos propusimos la insólita tarea de erigir una torre que llegue al cielo, dejando al creador sin más opción que confundir los idiomas, de modo que ninguno entienda lo que habla el otro, y el insolente proyecto devenga imposible. 

Ese mismo temor, que en nuestras cosmogonías proyectamos en el creador, nos embarga hoy al intuir que nuestra criatura nos ha superado. Y es que la certeza de ser la criatura suprema, que participa de la naturaleza divina a través de la razón, se desmorona -como un castillo de naipes- cuando observamos a Chat GTP realizar en segundos operaciones que al mejor de los nuestros tomarían días.  Los límites, si es que los hay, son esquivos: “redacta un poema sobre política ecuatoriana con el estilo de Borges”, “elabora un sílabo para la clase de derecho constitucional”, “genera un contrato de joint venture”, en fin. La plataforma desarrollada por “Open AI” parece omnisciente, o, al menos, lo suficientemente inteligente para privarnos de la certeza de ser los únicos bichos privilegiados con la razón. 

El problema es que esa antigua certeza, que parece acompañarnos desde que nos pusimos en dos pies (al menos en occidente), es nada menos y nada más que la piedra angular de la forma en que nos entendemos en el mundo (el famoso “animal racional”). Sin ella, nos vemos obligados a bañarnos de humildad y repensar nuestro rol en el mundo. El vertiginoso avance de la tecnología hace fácilmente previsible un mundo en el que las computadoras reemplacen por completo el trabajo de abogados, médicos y hasta científicos, por no decir obreros y campesinos. Es, por primera vez en la historia, posible prever la existencia de una inteligencia terrenal superior a la humana, que no solo procese información, sino que simule ejercer voluntad, y hasta la ejerza con consecuencia prácticas, tangibles.  Y es que, si ya no somos el único ente inteligente en la tierra, y ni siquiera el más inteligente ¿Qué nos queda? ¿Cuál será nuestro rol en el futuro?

Para responder estas preguntas, por ventura, no es necesario partir de cero. La filosofía, tan venida a menos en el mundo “tecnolátrico”, ha sido siempre el último refugio para quienes peregrinan en busca de sentido, especialmente cuando el “sentido común” pierde piso. Respecto de la crisis de significado producida por el avance de la tecnología, la filósofa Hannah Arendt advertía, a mediados del siglo pasado, que se trata apenas de otra etapa en nuestra eterna búsqueda de libertad, entendida como la liberación total de la necesidad. Decía Arendt que, paradójicamente, en el altar de la igualdad los humanos modernos nos convertimos -todos- en esclavos, al extremo que hoy nos ufanamos de trabajar y producir, actividades otrora reservadas para los esclavos; y precisamente por eso nos abocamos, tan inconscientes como desaforados, a inventar maquinas que automaticen el trabajo.

Según la preclara filosofa, con nuestra carrera por automatizarlo todo, en la que se inserta el desarrollo de la IA, expresamos nuestra antigua ansia de libertad, conjugada con el moderno ideal de igualdad, que hace intolerable basar la libertad propia en la esclavitud del prójimo. Ardent nos recuerda que para los antiguos el humano solo empezaba a ser, realmente ser, cuando podía elegir con independencia de las actividades que hoy nos definen. Y esas actividades, incompatibles con la libertad de los antiguos, incluían todas las formas de vida dedicadas a mantenerse vivo; no sólo la labor, propia del esclavo, sino también la vida trabajadora del artesano libre y la adquisitiva del mercader. 

De esta reflexión derivan otras de enorme relevancia para los tiempos que corren. La primera, y esto es crucial, es que la forma contemporánea de entender la condición humana, según la cual nuestra raison d'être es el trabajo y la producción, es apenas un estado transitorio, que no siempre fue así, y no tiene por qué ser así para siempre. La segunda, un tanto menos alegre, es que aparentemente hemos perdido la capacidad de imaginar un mundo en el que no seamos esclavos, al punto que la idea de ser reemplazados en nuestras labores cotidianas nos produce una profunda sensación de incertidumbre y desasosiego. 

Por suerte, para nosotros, los mismos humanos que vivieron en ese mundo inconcebible dejaron testimonio escrito de la forma en que experimentaban el mundo; por no hablar del testimonio vivo de aquellos pueblos que, como los de reciente contacto, viven hoy en un mundo sencillamente distinto. Para Aristóteles, por ejemplo, el humano realmente solo puede elegir entre 3 formas de vida posibles, que tienen en común su interés por lo “bello”; es decir, por las cosas no necesarias ni meramente útiles. La vida dedicada al disfrute de los placeres, en la que se consume lo bello, la vida dedicada a los asuntos de la polis, en la que se producen bellas hazañas y, por último, la vida del filósofo, en la que simplemente se contempla lo bello. Ahí tenemos, pues, tres opciones para volver a tener sosiego; y no solo eso, tenemos también solución para, al menos, una de las tres preguntas que nos planteamos al inicio de esta reflexión sobre la IA. 

Tal vez no estemos aún en condición de responder si nuestra consciencia es algo más que una serie de sofisticados algoritmos, o si existe algún límite natural que impida a la IA adquirir consciencia, tal y como la concebimos para nosotros. Tal vez tampoco podamos decir, al menos desde de la pura razón, si además de la “consciencia” existe algo que nos haga esencialmente distintos al resto de criaturas.  Lo que sí podemos responder, sin embargo, es si tendremos un rol cuando las computadoras nos releven en las actividades “productivas”. La respuesta es un contundente sí, no solo es posible imaginar un mundo en el que nuestro sentido no esté atado al trabajo y la producción, sino que ese mundo ya existe. 

Si la IA nos reemplaza en lo que hoy consume casi la totalidad de nuestro tiempo, si las computadoras nos relevan en el rol de abogados, médicos, ingenieros, comerciantes u obreros, si dejamos de ser necesarios para reproducir nuestra propia vida, solo nos queda ser. Consumiendo, creando o contemplando lo bello, no para ganarnos la vida, sino -sencillamente- para ser, y por primera vez sin necesidad de oprimir al prójimo ¿podemos empezar ya a construir ese mundo?  (O)

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