Forbes Ecuador
25 Junio de 2025 12.31

Daniela García Noblecilla

Las menestras de los US$ 2 millones

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Vendiendo caramelos y limpiando zapatos en las calles de Santo Domingo, Freddy Román aprendió que el trabajo no espera. Hoy, lidera El Manglar de las Conchas, un restaurante que sirve más de 6.000 platos de menestra en feriados, por día. Su historia es sazón, constancia y liderazgo. Un relato que muestra que, en Ecuador, los negocios también se construyen desde abajo, con las manos, la calle y el corazón como punto de partida.

Freddy Román tiene 50 años, mira hacia el pasado y recuerda su camino con agradecimiento. En Quito vive hace 36 años. Su historia no tiene glamour, pero sí coraje. No comienza en una oficina, sino en la calle, donde también se forjan líderes. 

A los seis años, Román ya se ganaba la vida. Era un niño pequeño, con los pies cubiertos de polvo y los bolsillos llenos de chicles, mentas y cigarrillos. Nació en el campo de San Jacinto del Búa, en las afueras de Santo Domingo de los Tsáchilas. Un lugar donde las calles estaban sin asfalto y la vida era pura resistencia. Limpiaba zapatos, vendía golosinas en la calle y ayudaba a su padre a vender plátano y verde en algunos puntos de la costa ecuatoriana. "Desde que tengo uso de razón, he trabajado", dice y recuerda que los fines de semana también pasaba con su madre friendo empanadas para vender en ferias.

Desde pequeño, andar con "el viejo" era más que una compañía, era una escuela. A esa edad, Román ya sabía manejar un camión, ese que su padre usaba para trabajar. "No es como un carro, el camión es distinto". A los 8 años, él y sus hermanos, ya estaban a cargo del dinero. Les fascinaba esa sensación de libertad y responsabilidad. Recorrían las calles, cobrando, anotando, resolviendo. Aprendieron a negociar, a perder el miedo y a sumar rápido. "Esa fue nuestra verdadera escuela", dice. 

Freddy solo cursó hasta sexto grado. "No me gustaba estudiar siendo sincero", cuenta y una vez su padre le preguntó: "¿Quieres seguir en la escuela o trabajar?". Al día siguiente, ya estaba trabajando en lo suyo, sin pereza ni conflicto. Él sabía que ahí tenía que estar. 

A los 15 años, dejó su tierra natal con la ilusión de un futuro mejor. Llegó a Quito con la promesa de un trabajo que nunca existió. Lo único real fue un cuarto de dos por tres, una cama para uno y los demás al piso. Las babosas lo visitaban por las noches, el frío lo envolvía y la discriminación le recordó, una y otra vez, que no pertenecía a la capital. "A las siete de la mañana nos sacaban del cuarto. Íbamos al parque La Alameda a bañarnos y a dormir un poco más".

Después de cuatro días en Quito, este joven consiguió su primer empleo en un restaurante de almuerzos cerca del parque El Ejido, donde servían fritada. Ahí trabajó 24 días y cobró su primer sueldo. Fueron 45.000 sucres. Luego, gracias a su amigo —el mismo que lo trajo desde Santo Domingo—, consiguió una entrevista en un chifa. "El chino me quedó viendo raro, no le entendía nada", recuerda. Pero aun con un idioma complicado, Freddy convenció al dueño de que podía ser útil. No preguntó cuánto le pagarían. "Primero se demuestra el trabajo, luego se habla de plata", dice. Al mes, ya se ganó la confianza de todos y su sueldo se duplicó a 90.000 sucres. 

Trabajó por tres años en este sitio, donde se ganó el cariño de los propietarios y aprendió cada rincón del negocio. Cerró ese ciclo por despidos, viajes y amistades rotas. Dio un paso al costado y buscó nuevas oportunidades. Pero no salió solo de allí. En este lugar conoció a quien fue su esposa. "A los 17 años fui papá. Me enamoré y ahí comenzó otra historia". Hoy, tiene cuatro hijos. 

Entró al mundo de la construcción, sin experiencia y como ayudante de carpintería. Al inicio fue duro, pero aprendió rápido. Durante casi dos años, trabajó sin descanso, ganaba 55.000 sucres semanales. Así sostenía a toda su familia. Hubo un día que lo cambió todo. Este hombre recuerda esa tarde con claridad. En casa no había nada para comer, solo un pimiento, una cebolla y un huevo. Eran cinco personas. Prepararon arroz y dividieron el huevo entre sus hijos, su esposa y su suegra. Él, con lo aprendido en los chifas, improvisó una salsa con lo que había y sirvieron una merienda digna. Esa noche lloraron. 

Restaurante El Manglar
Conchitas asadas.

Fue entonces cuando decidió volver a trabajar en un chifa, porque sabía que ahí al menos no faltaría el alimento. Encontró uno en la Florida y Machala, en el norte de Quito. Se presentó y pidió trabajo. Lo contrataron. Tenían 15 mesas a su cargo y fue el único mesero del local, atendía todo solo, como un pulpo. Corría de mesa en mesa, sudaba, limpiaba, organizaba y cobraba. "Lo mío era la propina y la cuidaba", dice. Recogía los huesos de pollo y de cerdo que otros desechaban y con eso preparaba guisos, caldos y estofados para toda la semana en casa. 

En sus días libres, Freddy empezó a ayudar a su padre, quien traía jengibre desde Santo Domingo en una camioneta vieja cargada con hasta doce quintales. Él se encargaba de venderlo y repartirlo por todo Quito, lo que lo llevó a conocer decenas de chifas y a ganarse la confianza de los dueños. "Los chinos ya me conocían, hablaba su idioma, les entendía y ellos me entendían". Con cada entrega, se hacía conocido. Fue así como llegó al chifa que cambiaría su vida, el que él llama "lo mejor que me pudo pasar". 

Román tiene una filosofía sobre el empleo, quien realmente quiere, actúa de inmediato. "Si tú quieres trabajar, es ahora", dice. Lo aprendió con los años y lo aplica cada vez que alguien toca su puerta para una oportunidad. Entró a trabajar en uno de los chifas más concurridos de Quito, en la Av. la Prensa y Logroño. Asegura que era un restaurante enorme, con más de siete meseros y al menos 13 personas en cocina, donde el movimiento era constante. Empezó como uno más. "Nunca me nombraron jefe, pero el chifa se movía por mí". La propietaria era una mujer exigente con el orden y la limpieza. En ese lugar estuvo 10 años y llegó a ganar hasta US$ 50 diarios en propinas. 

Sin embargo, todo cambió cuando la empleadora fue denunciada por no afiliar a sus colaboradores al seguro social, y aunque Freddy no tuvo nada que ver, ella creyó que él era el responsable. "Le cayó una multa de como de US$35.000 y pensó que había sido yo". La relación se quebró sin remedio. Freddy intentó aclarar la situación, pero la duda ya estaba sembrada. Comenzó a sentirse incómodo. El ambiente ya no era el mismo y las tensiones estaban en su día a día. En paralelo, una señora mayor que vivía junto al restaurante —a quien él siempre ayudaba desinteresadamente — se convirtió en su 'ángel'. 

Le ofreció primero su amistad, luego quiso incluso regalarle la casa. Se sintió abrumado por la propuesta, desapareció por un año. Tiempo después fue esa misma casa la que se convirtió en la sede de su propio emprendimiento. Así empezó el Manglar de la Conchas. Este soñador llamó a un primo y le propuso abrir una cevichería. Aunque no tenía experiencia en ese tipo de comida, tenía ganas, contactos y quería empezar de nuevo.

Restaurante El Manglar
Pollo y carne con menestra.

Acordó una mensualidad y se lanzó al proyecto con todo lo que tenía. Vendió su carro y con ayuda de su hermana, una cuñada y otras personas, reunió cerca de US$ 35.000 para montar el restaurante. Remodeló el espacio, derribó paredes, mandó hacer mesas y sillas y puso el alma en cada detalle. El sitio también era  conocido como las menestras del Primo o las menestras de Barcelona por sus paredes llenas de recuerdos de esa afición que tiene por el ídolo del Astillero. En este sitio, llegó a pagar US$ 1.200 de arriendo. Hasta que, con los años, se dio la oportunidad de comprar la casa en US$ 360.000 

Atrás quedaron las largas jornadas como mesero. Se propuso construir un espacio propio, donde pudiera aplicar todo lo que aprendió. Empezó sin manuales ni recetas fijas. En el primer día vendió US$ 700. Aunque el arranque fue bueno, las primeras semanas no fueron fáciles. El menú estaba centrado en mariscos, una apuesta arriesgada considerando que no todos pueden consumir ese tipo de comida con frecuencia por su costo. Aun así, este empresario se mantuvo firme y confió en que la calidad y el sabor hablarían por sí solos. Notó que los clientes de antes regresaban y que el boca a boca comenzaba a traer más gente. 

Surgió la idea de incorporar pinchos en el menú. Comenzó con pinchos de carne y pollo que se vendían en grandes cantidades, hasta 400 en una noche. Pero el verdadero boom vino con la menestra. Freddy la cocinaba personalmente, con técnicas que perfeccionó con los años. "Mucho amor y la cantidad perfecta de verde. Así hago la menestra". Al principio se vendían dos o tres platos por noche y hoy es uno de los productos estrella del restaurante. De la cocina de Freddy Román salen 2.500 menestras el fin de semana y en un feriado llegan a preparar 6.000 platos por día de esta receta tradicional.  

Con el tiempo, el local ganó fama y creció en estructura y equipo. Freddy pasó de ser el cocinero y lavaplatos a liderar un equipo de 45 personas. En 2024, cerró con ingresos de US$ 1,9 millones. Cada año, reinvierte en su negocio, amplia el espacio, mejora los equipos y mantiene la atención al detalle que lo caracteriza.  Aunque muchos le piden abrir sucursales, este visionario prefiere mantener la esencia y la cercanía que construyó con su clientela.

Hoy, el restaurante tiene más de 80 platos en su menú, desde un pincho de US$ 2.50 hasta una parrillada de mariscos que puede llegar a costar US$ 90. Y si le preguntan cuál es su secreto, responde sin misterios: "No hay fórmula mágica", dice, "sólo hay que saber hacerlo con cariño y no perder el sabor de casa." Freddy no se echa flores, sabe que este camino lo recorrió acompañado de su familia, sus colaboradores y sus clientes. Porque como él mismo lo reconoce, El Manglar de las Conchas no sería nada sin la gente que lo apoyó desde el primer plato. (I)

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