Cuando el regreso a clases mueve la ciudad: economía, familias y el derecho a la educación
Soñar con una educación de calidad, accesible y gratuita no es ingenuidad, es exigir el cumplimiento de un derecho universal. No se trata de pedir favores, sino de reclamar lo que corresponde.

El regreso a clases es mucho más que la apertura de un nuevo ciclo académico, es un evento que marca el ritmo de la ciudad, altera rutinas, moviliza recursos y genera un impacto directo en la economía. Septiembre se convierte en un mes distinto: los comercios se preparan, las familias ajustan sus presupuestos, las instituciones educativas despliegan su contingente administrativo y la ciudad entera parece entrar en un estado de efervescencia colectiva.

El inicio escolar es, por tanto, un fenómeno complejo que puede observarse desde varias perspectivas: la ilusión de los estudiantes, la presión de los padres, el dinamismo del comercio, el debate sobre la equidad social, el tráfico y, sobre todo, la pregunta de fondo: ¿cómo es posible que un derecho universal como la educación se viva, en la práctica, como un privilegio costoso?

Basta recorrer a finales de agosto para notar la transformación. Los escaparates de las papelerías se llenan de diferentes productos; los talleres de confección venden el producto de su trabajo de meses atrás; los buses escolares sus recorridos y todos sentimos como el tráfico nos lleva a salir con más tiempo para llegar a los diferentes destinos. 

Sin embargo, detrás del entusiasmo hay una realidad dura: el gasto. La ilusión de volver a clases trae consigo un costo que, en muchos hogares, resulta asfixiante. 

Un estudio del INEC señala que, en promedio, una familia de clase media destina entre el 20% y el 30% de sus ingresos de septiembre al regreso a clases. En sectores populares, el sacrificio es mayor: se recorta en alimentación, se posterga el pago de servicios básicos o se recurre al endeudamiento. El regreso a clases, entonces, se convierte en un examen silencioso de resiliencia económica para las familias y desnuda la inequidad social. 

La brecha no solo es económica, sino simbólica. Los niños y adolescentes perciben esas diferencias, y con ellas se refuerzan sentimientos de exclusión o inferioridad. En la práctica, lo que debería ser un espacio de igualdad —el aula— se convierte en un espejo de estas desigualdades, que a la larga se vive en la vida universitaria y más adelante en el campo laboral. Superar estas brechas no solo requieren de una gran inversión familiar, sino también de esfuerzo y decisión del estudiante por culminar su formación y contemplar una vida mejor esperando encontrar un empleo que le permita crecer profesionalmente.

El dilema central está entonces, en reconocer que la educación no debería ser sinónimo de costo, sino de garantía y calidad. La Constitución ecuatoriana y los tratados internacionales reconocen la educación como un derecho humano fundamental, irrenunciable y gratuito en sus niveles básicos.

La práctica contradice el discurso, desde que era pequeña y veía las noticias en casa, en las fechas previas al ingreso a clases, los reportes mostraban escuelas descuidades en su estructura y con un importante déficit de docentes. En la actualidad, sigo viendo los mismos reportajes, habiendo tantos docentes con sólida formación y experiencia sin trabajo. Cuando el acceso a la educación depende de la capacidad económica de los padres, deja de ser derecho y se transforma en privilegio.

En países como Uruguay, el Estado entrega laptops a todos los estudiantes de primaria y secundaria a través del plan Ceibal. En México, existen programas de entrega de libros y útiles gratuitos. En Finlandia, uno de los sistemas educativos más admirados del mundo, los estudiantes reciben no solo materiales, sino incluso alimentación escolar completa y transporte gratuito. Si bien en nuestro país han aplicado medidas similares, lamentablemente han estado plagadas de corrupción, recordemos las mochilas y años más adelante el desayuno escolar.

Desde la perspectiva económica, la educación no es un gasto, es una inversión. Diversos estudios demuestran que cada dólar invertido en educación retorna multiplicado en crecimiento económico, cohesión social y reducción de la pobreza.

Invertir en educación no solo forma profesionales; construye ciudadanos críticos, fortalece instituciones democráticas y abre posibilidades de movilidad social. El desafío es que esa inversión debe provenir de políticas públicas sostenibles, no del bolsillo desgastado de las familias. Junto con esto trabajar para que nuestro país alcance a cumplir con el cuarto Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) una "Educación de calidad" debería ser una prioridad, pero estamos muy lejos de conseguirlo y acorde con estudios realizados no cumpliremos con los objetivos planteados hacia el 2030 y para muestra de ello nada más basta hacer una pequeña reflexión en aproximadamente 13 años académicos de formación desde el inicial II hasta terminar el bachillerato, nuestros estudiantes reciben inglés y no tenemos una población escolar bilingüe. 

Soñar con una educación de calidad, accesible y gratuita no es ingenuidad, es exigir el cumplimiento de un derecho universal. No se trata de pedir favores, sino de reclamar lo que corresponde.

La lección más importante de este septiembre no está en las aulas, está en la sociedad: la educación no es un lujo, no es una mercancía, no es un privilegio. Es un derecho. Y los derechos no se mendigan: se garantizan. (O)