Hace unos minutos dejé a mi hijo de 6 años dormido en su cama. Antes de cerrar sus ojitos me pidió que lo abrace fuerte, "para estar cerquita", dijo, y que le cuente un cuento inventado.
Así que improvisé uno sobre un dragón que aprendía a volar de noche. Se rió, bostezó y, entre suspiro y suspiro, se quedó dormido con su manita aferrada a la mía.
Ahora vuelvo a mi escritorio, con la taza de café y una lista de pendientes que me esperan, pero con el corazón lleno.
Pensé en cuántas veces el cansancio, el trabajo y las preocupaciones nos hacen olvidar lo esencial: el tiempo compartido, ese que no se mide en minutos, sino en emociones.
No hace falta ser un experto en teorías del apego para entender que lo que un niño necesita, más que juguetes o pantallas, es presencia: un abrazo largo, una historia inventada, una carcajada compartida.
Las familias de hoy vivimos corriendo y me incluyo en esto. Trabajamos más horas de las que quisiéramos, no por ambición, sino por necesidad.
Como adultos proveedores temenos que encargarnos de cubrir lo básico y en otros casos lo indispensable y en ese intent por mantener algo estable la economía familiar nos lleva a pasar la mayor parte del tiempo - que estamos despiertos- en el trabajo y sin querer dejamos de dar lo más importante para la familia: nosotros mismos.
Llegamos agotados, con la cabeza llena de cuentas, tareas, pendientes. Y aunque el cuerpo está en casa, la mente sigue afuera, atrapada en preocupaciones.
Esa desconexión no nace del desinterés, sino del exceso de responsabilidades por cumplir. De un sistema que nos exige producir, rendir, competir, proveer, buscar estrategias para salir adelante.
Pero nuestros hijos no necesitan un adulto perfecto, sino uno presente, que sepa detener el mundo un momento para escucharlos, abrazarlos o simplemente acompañarlos mientras duermen.
El apego se construye en esos pequeños rituales cotidianos: poner su canción favorita y bailar - pero bailar de verdad, disfrutando de la música, no por cumplir- leer un cuento mientras los abrazas - realizar diferentes entonaciones mientras le cuentas, esas que te permiten imaginar- o pintar juntos, aunque el dibujo no tenga forma; inventar trincheras o madrigueras cuando juegan; preparar un chocolate caliente y decirle que es una cita especial.
No es el tamaño de la actividad, sino la emoción que despierta.
Quizás no tengamos todo el tiempo del mundo, pero sí tenemos momentos, y esos momentos, cuando se viven con amor, se vuelven eternos.
Algún día, cuando crezcan, recordarán más los cuentos inventados, las risas y los abrazos que cualquier regalo costoso.
Esta noche, mientras mi hijo duerme, entiendo que esos minutos antes de volver a atender las tareas pendientes del trabajo, valen más que cualquier jornada cumplida.
Porque allí, en ese abrazo y en ese cuento improvisado, se teje lo que verdaderamente importa: la historia del amor que los acompañará toda la vida. (O)