Mientras el mundo observa con horror cómo Gaza arde bajo el peso de las bombas, pocos se preguntan qué ocurre bajo los escombros —no con los edificios, sino con el suelo, los acuíferos, los sistemas alimentarios, el aire que respiran los niños. Existe una guerra que no estamos viendo: una guerra contra el medio ambiente. Y puede que sea la forma más duradera de violencia.
Cada misil que impacta en Gaza no solo destruye una vivienda. Destruye la resiliencia ecológica de todo un pueblo. Cuando se incineran los olivares, se bombardean las plantas desalinizadoras, y los acuíferos costeros quedan salinizados sin posibilidad de recuperación, se despoja a la población del derecho a sobrevivir —de manera silenciosa, química y muchas veces irreversible.
La guerra contra el agua y el suelo en Gaza
Más del 97 % del agua en Gaza no es apta para el consumo humano. Su acuífero costero, que alguna vez fue fuente de vida, se ha convertido en una herida abierta: salinizada, sobreexplotada y contaminada por residuos militares. Restos de explosivos como TNT, RDX y posiblemente uranio empobrecido se filtran al agua subterránea. Metales pesados como el plomo y el arsénico se acumulan en los suelos agrícolas. Estas sustancias no aparecen en las imágenes de las noticias —pero son igual de letales.
Bombardear tierras agrícolas no solo implica perder cultivos. Rompe los sistemas de riego, compacta el suelo bajo las orugas de los tanques, y libera contaminantes que vuelven la tierra infértil durante años, a veces décadas. Los pescadores enfrentan bloqueos navales, y los agricultores son asesinados o heridos al intentar cuidar sus campos en zonas restringidas. La soberanía alimentaria de Gaza está siendo desmantelada —no por sequía ni por enfermedad, sino por diseño.
El legado no dicho del ecocidio militar
En zonas de conflicto como Ucrania, Siria o Yemen, la guerra contra los ecosistemas sigue un patrón. Ríos envenenados, bosques arrasados, cielos cargados de metales pesados y partículas finas. Pero en Gaza, donde la población está confinada a una estrecha franja costera sitiada, el daño ecológico se vuelve existencial.
Sin agua limpia, sin alimentos cultivados en suelos no contaminados, sin acceso a semillas, herramientas o a la pesca, una sociedad no puede sobrevivir —mucho menos recuperarse. Lo que queda es una población dependiente de la ayuda humanitaria, despojada de su autonomía y desconectada de su tierra y sus formas de vida ancestrales.
Esto no es daño colateral. Es guerra ecológica. Y sus víctimas no son solo los vivos, sino también las generaciones por venir —condenadas a heredar una tierra incapaz de sostener la vida.
Peor aún, las balas y bombas que hoy diezman a la población resultan insignificantes ante la muerte lenta y profunda que implica la destrucción de ecosistemas y biodiversidad. Cuando se paralizan los sistemas biológicos que sostienen la vida —los suelos, los acuíferos, los polinizadores, los humedales costeros— el impacto no es solo generacional, puede ser civilizatorio. Un campo puede ser bombardeado en segundos; pero un manglar, un acuífero o un banco de semillas pueden tardar entre 30 y 100 años en recuperarse... si es que lo logran. Hay cicatrices que no solo son permanentes: son heredables.
Un llamado a la justicia ecológica
El derecho internacional habla de crímenes de guerra, pero rara vez de ecocidios. Aún no existen tribunales para juzgar la destrucción deliberada de acuíferos o la eliminación de dunas costeras. Pero deberían existir. Porque cuando la guerra vuelve una tierra inhabitable, cuando rompe el vínculo entre las personas y la naturaleza, se convierte en una forma de exterminio.
La verdadera reconstrucción tras la guerra no puede limitarse a la infraestructura. Debe incluir la restauración ecológica —del agua, del suelo, del derecho a cultivar y respirar aire limpio. Debe incluir reparaciones no solo por las casas destruidas, sino por los ecosistemas devastados.
Como afirmé en un foro climático en Quito en 2024:
"El verdadero propósito de la guerra moderna no es solo destruir infraestructura e individuos. Es envenenar el futuro destruyendo ríos, suelos y biodiversidad —y negar cualquier forma de producción alimentaria sostenible durante los próximos 30 a 100 años."
Gaza no es solo una crisis humanitaria. Es una crisis ecológica. Y si guardamos silencio ante ello, somos cómplices de una guerra no solo contra las personas, sino contra las condiciones mismas que hacen posible la vida. (O)