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La guerra comercial es una cortina de humo: los desequilibrios globales son lo de fondo

Bernardo Orellana

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Ecuador no tiene el tamaño para influir en la arquitectura global, pero sí puede decidir cómo posicionarse ante ella. Tomar partido en conflictos ajenos no es estratégico. Lo que corresponde es construir resiliencia, diversificar mercados, invertir en institucionalidad y mantener flexibilidad.

18 Junio de 2025 13.33

Durante años, el libre comercio fue presentado como una receta casi indiscutible: abrirse al mundo traía inversión, empleo y crecimiento; pero hoy ese consenso se resquebraja. Las guerras comerciales, lejos de ser una excepción, son el síntoma visible de un sistema económico global que hace tiempo dejó de funcionar con coherencia. Detrás de cada medida arancelaria hay un desorden más profundo: un sistema que no logra asignar el capital donde más se necesita ni coordinar intereses entre naciones, lo cual profundiza los desequilibrios globales. Dicho de forma simple: unos pocos países exportan de forma crónica, mientras otros se endeudan para sostener ese desequilibrio.

En 2024, China, Alemania y Japón acumularon más de US$ 880.000 millones en superávit externo. Sin embargo, ese ahorro no se transformó en inversión productiva en países emergentes. En su lugar, se canalizó hacia bonos del Tesoro estadounidense y activos financieros de bajo riesgo en economías desarrolladas, inflando sus precios y, en algunos casos, sosteniendo déficits fiscales estructurales. El capital no fluye hacia donde podría ser más productivo 
—infraestructura, tecnología, capacidad industrial o innovación— sino hacia donde ya es abundante. Esto limita el crecimiento potencial de la demanda global; es decir, reduce el ingreso y el consumo futuro de países que podrían absorber estos desequilibrios.

Frente a este problema, varios gobiernos han optado por medidas con atractivo político, pero efectividad limitada. Aranceles, sanciones cruzadas y subsidios masivos a industrias locales han generado inflación importada, tensiones en las cadenas de suministro y un clima de incertidumbre en los mercados. La economía global parece moverse en una espiral de proteccionismo que termina perjudicando incluso a quienes la impulsan.

La historia no se repite, pero rima. En los años treinta, el proteccionismo fue la respuesta a la crisis financiera mundial. Lejos de ayudar, profundizó la Gran Depresión y cerró las puertas a la recuperación. Hoy, bajo nuevas justificaciones, varios países adoptan medidas similares, reactivando viejos reflejos en un contexto aún más interconectado. El riesgo es repetir errores conocidos, pero con consecuencias globales mayores.

Además, la ilusión de apertura comercial se diluye al observar los detalles. En Asia, por ejemplo, hay más de 180 tratados de libre comercio superpuestos. En teoría, promueven integración. En la práctica, configuran un entramado legal con reglas contradictorias, beneficios asimétricos y múltiples exclusiones. Muchos países negocian acuerdos no tanto para abrir mercados, sino para proteger sectores sensibles o proyectar influencia estratégica. En forma hay apertura; en fondo, restricciones.

Algunos países, sin embargo, han logrado adaptarse estratégicamente. India y Vietnam, por ejemplo, han atraído inversión extranjera y relocalización industrial gracias a marcos legales estables, entornos previsibles, costos competitivos y decisiones de largo plazo. Las respuestas populistas ofrecen consuelo inmediato, pero agravan los desequilibrios. En un mundo desordenado, solo el pragmatismo es útil.

Ecuador enfrenta esta realidad desde una posición estructuralmente vulnerable. La dolarización limita su margen de maniobra en política económica. Su competitividad depende del precio de los commodities y del tipo de cambio de sus vecinos, que pueden responder a las crisis debilitando sus monedas. Más del 30 % de las exportaciones no petroleras del país se dirigen a Estados Unidos, por lo que cualquier ajuste en sus reglas comerciales afecta de manera directa a la balanza externa. Con un riesgo país persistentemente alto, toda turbulencia internacional nos aleja aún más de los mercados. Si el precio del petróleo o del camarón cae —como ocurrió recientemente— el efecto sobre los ingresos y las reservas es inmediato. En un entorno así, las respuestas simplistas resultan peligrosas. Prometer subsidios sin respaldo, cerrar mercados o ignorar las señales del mundo puede convertirse en un error costoso.

Ecuador no tiene el tamaño para influir en la arquitectura global, pero sí puede decidir cómo posicionarse ante ella. Tomar partido en conflictos ajenos no es estratégico. Lo que corresponde es construir resiliencia, diversificar mercados, invertir en institucionalidad y mantener flexibilidad. El orden económico internacional está mutando, y todo indica que las turbulencias no serán pasajeras. En este contexto, lo sensato no es aferrarse a principios abstractos, sino actuar con realismo, pragmatismo y visión de largo plazo. (O)

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