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Lo que nos falta, y necesitamos desesperadamente, es cambiar de creencias y mantener la idea de la igualdad como determinante del valor de todos los individuos. Dejar de vernos como blancos, indios, mestizos y vernos como personas. Dejar de vernos como citadinos y campesinos, como patrones y peones, como ricos y pobres y vernos como personas. Dejar la titulitis a un lado, dejar el hambre de poder y prestigio.

23 Junio de 2022 08.55

Ecuador es un país desigual. Las protestas de los últimos diez días son evidencia de ello. Pero concentrarse en la desigualdad económica es un error craso. Esta es un síntoma de una mucho peor: la desigualdad social. 

Una sociedad funciona a partir de instituciones. Estas, que son los acuerdos que toman forma a partir de una infinidad de interacciones individuales a lo largo del tiempo, surgen de nuestro comportamiento y nuestro comportamiento emana de nuestras creencias. Hasta aquí no he dicho nada que una persona que haya tomado un curso introductorio de sociología no haya visto alguna vez. Pero es importante recordarlo porque en Ecuador nuestras instituciones se han desarrollado de tal manera que preciamos el poder/prestigio/autoridad, por encima de la riqueza y del bienestar propio. Somos una sociedad vanidosa: sufrimos de titulitis. Vale más ser doctor. que ser señor. Somos una sociedad fragmentada y elitista: sufrimos de hidalguismo. Importa hijos de quien somos, no lo que hemos construido por esfuerzo propio. 

Esta actitud vanidosa se traduce en una obsesión con el poder. Importa controlar al otro. Importa controlar aquello que él posee. Importa controlar el proverbial balde de cangrejos, sin que sea relevante cuantos cangrejos hay para controlar o de quien sean los cangrejos: si puedo controlarlos no necesito preocuparme de tener derechos de propiedad sobre ellos. Si puedo controlar y beneficiarme de los cangrejos sin preocuparme del engorroso problema de conseguir cangrejos, todo es ganancia. Y si dejan de haber cangrejos, siempre tengo a quien culpar por su escasez.

Esta vanidad y obsesión con el poder se traducen en un falso sentido de altruismo paternalista, que nos deja inmersos en una sociedad en la que los poderes y los micropoderes son los que regulan nuestras interacciones y relaciones: el portero, la secretaria, el servidor público, el mando medio, ejercen poder sobre su metro cuadrado haciendo eco de aquel del presidente, del patrón, del ministro, del jefe, en una perpetua cadena de “monkey see, monkey do”, que está diseñada para defenderse de cualquier enemigo externo, llámese el nuevo rico, el “indio con plata”, el emprendedor, el comerciante, a quienes se los caracteriza como mezquinos, deshonestos, interesados, aventajados.

En una sociedad cuyas creencias parten de una desigualdad social naturalizada, donde distintas personas, por condiciones tan aleatorias como su lugar de nacimiento o el color de su piel, tienen un valor distinto, el comportamiento es elitista, mezquino, hambriento de poder. Las instituciones de esta sociedad dictarán que todo aquel que por su acción individual no calza, no se alinea, no obedece, es el enemigo y debe ser condenado con toda la fuerza de la ley. 

La ley que, claro, es creada por los poderosos para supuestamente proteger a los menos poderosos. La ley que da control a unos sobre la propiedad o las creaciones de otros. La ley que se aplica para uno u otro grupo dependiendo de quien esté en el poder. Y así, terminamos desconfiando del emprendedor, del comerciante, del “otro” y confiando en el altruismo de los políticos, de los legisladores y, en general, del mesías de turno. Al hacerlo, permitimos que nos atrapen en una perpetua dinámica de poder en donde estamos condenados a ser los impotentes que necesitamos que los potentes nos protejan, o a buscar el poder a costa de lo que sea para poder protegernos a nosotros mismos. Y de pronto, nos hallamos en medio de violencia social.

Esto es particularmente palpable en el discurso que se les venden a las minorías. Así, se nos van las oportunidades de ser independientes, de ser ricos, de ser individuos fines en nosotros mismos. Y, por el contrario, cada vez más, nos convertimos en medios para lograr los fines de políticos y otros altruistas: perpetuarse en el poder. 

La igualdad social, y una de las instituciones que surgen de esta, el comercio, son los grandes enemigos del controlador, del demagogo, del vendecrisis, del altruista que nos dice que está ahí para protegernos porque de otra manera no pudiéramos nosotros solitos. 

Lo que nos falta, y necesitamos desesperadamente, es cambiar de creencias y mantener la idea de la igualdad como determinante del valor de todos los individuos. Dejar de vernos como blancos, indios, mestizos y vernos como personas. Dejar de vernos como citadinos y campesinos, como patrones y peones, como ricos y pobres y vernos como personas. Dejar la titulitis a un lado, dejar el hambre de poder y prestigio. Si podemos vernos todos como iguales, tú, tus creencias, tu propiedad, tu creación, son tan sacros para mí como los míos propios deben serlo para ti. Si yo puedo verte como un fin en ti mismo, y quiero que tú me reconozcas como un fin en mí mismo, voy a cambiar de son y en lugar de querer controlarte voy a conversar, a persuadir, a comerciar. Esta actitud generalizada se convierte en una creencia en el valor del otro, con quien quiero dialogar, a quien quiero persuadir, con quien tengo la confianza de compartir mis inconformidades, y con quien espero llegar a un acuerdo. Esta actitud es el veneno del demagogo, del vendecrisis, del mesías auto proclamado.

La buena noticia: curados de la desigualdad social, la desigualdad económica es transitoria, y deja de ser condición permanente de una persona dependiendo de su origen, apellido, color de piel o cultura. La mala noticia: este no es un cambio que se dé de la noche a la mañana. No es algo que se consigue con un presidente o una ley nuevos. De la misma forma que las instituciones surgen a lo largo del tiempo, cambiar instituciones perversas por virtuosas lleva tiempo y requiere de compromiso y paciencia. Promover comportamiento constructivo, partir de creencias que van en contra de aquellas sobre las cuales se ha fundamentado nuestra sociedad, no da puntos políticos ni ganancias visibles en el corto o mediano plazo. Este no es un cambio que le corresponda al gobierno de turno sino a la sociedad completa. Pero si no se lo inicia, Ecuador llegará a tener 60 constituciones, cada una peor que la anterior, seguiremos con paros y revoluciones, habrá grupos perpetuamente destituidos de toda oportunidad o posibilidad de mejora, y los únicos que prosperarán serán los populistas de turno. La guerra se habrá perdido. (O)

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