¿Puede la risa salvarnos?
El infierno nazi logró pervertir incluso el humor. Y, aun así, algunos partieron cantando. No con esperanza, sino con la serena lucidez de quien elige reír en la boca del lobo, como un gesto final de humanidad.

Berlín era una ciudad en ruinas mucho antes de que la guerra la arrasara. No de piedra, sino de certezas. Al término de la Primera Guerra Mundial, la República de Weimar emergió de los escombros con el rostro demacrado y una copa de ajenjo en la mano. En sus noches se mezclaban los pasos de los excombatientes con los acordes de jazz, el perfume barato de los cabarets y los ecos de una risa que no se sabía si nacía del placer o del miedo.

En esos años, los cabarets berlineses eran un país dentro de otro país. No eran burdeles ni tampoco teatros. Eran trincheras disfrazadas de escenarios, donde prostitutas cantaban como diosas griegas, travestis repartían panfletos políticos y comediantes se burlaban del pasado, del presente, del porvenir. Todo era juego y tragedia, todo era exceso: el sexo, la política, la ironía. Cada noche era una celebración desquiciada al borde del abismo.

Y el abismo, como siempre, estaba atento.

Los nazis lo sabían. Sabían que la risa era peligrosa porque era libre. Sabían que burlarse de ellos era una forma de resistencia incluso antes de que llegaran al poder. Por eso, cuando tomaron el timón de Alemania en 1933, la clausura de los cabarets fue tan sistemática como la quema de libros. Donde antes había sátira, hubo silencio. Donde había bailarines, músicos y payasos, hubo listas de deportación.

Muchos de los grandes artistas del cabaret eran judíos: Max Ehrlich, Willy Rosen, Camilla Spira, Kurt Gerron... Nombres que una vez llenaron teatros en Viena, París o Berlín, y que terminaron haciendo reír a sus verdugos en campos como Westerbork, a cambio de unas semanas más de vida.

Allí, en el páramo holandés, el comandante nazi Albert Konrad Gemmeker organizaba funciones todos los martes por la tarde. Había orquesta, coro y ballet. Los oficiales se sentaban en primera fila y reían con entusiasmo. Los prisioneros aplaudían desde atrás, sabiendo que esa noche no subirían al tren hacia Auschwitz. Por unas horas, fingían que la muerte no estaba en la agenda.

¿Era eso arte? ¿Era resistencia? ¿O era simplemente una farsa más cruel que el silencio?

Antonella Ottai, en La risa nos hará libres, recoge estos testimonios con precisión quirúrgica. En ellos, la comedia aparece no como salvación, sino como espejo. Un espejo que mostraba a los comediantes convertidos en bufones de la corte del horror. Una comedia sin redención, sostenida por quienes sabían que, tras el aplauso, venía un viaje directo al exterminio.

Sin embargo, hubo quienes defendieron esa risa como una forma de dignidad. La actriz Camilla Spira decía que durante esas funciones, por un instante, volvían a estar en Berlín. La escritora judía Etty Hillesum, al principio horrorizada por esos espectáculos, acabó por comprender algo más profundo: que la risa, incluso allí, no era un error. Que podía ser el último acto libre antes del silencio.

El infierno nazi logró pervertir incluso el humor. Y, aun así, algunos partieron cantando. No con esperanza, sino con la serena lucidez de quien elige reír en la boca del lobo, como un gesto final de humanidad.

Aquellas carcajadas no salvaron vidas, pero dejaron una señal. Como el último acorde de un piano que suena mientras los trenes parten en la noche. (O)