Mi urgencia por opinar se desvaneció, y el teclado quedó intacto. No había rabia ni bloqueo, solo una silenciosa preferencia por estar en otro lugar: en el suelo, jugando. En la cocina, preparando el biberón o en la fila del pediatra, esperando.
Antes escribía para entender el mundo. Opinaba con cuidado, trataba de hilar fino entre economía, cultura y sociedad. Quería interpretar lo que nos pasa como país y como especie. Pero lo que quería entender cambió cuando nació Laura. Ya no me interesaban los mercados, la cronología política ni los liderazgos empresariales. Mi mente se desbordaba con otras preguntas, más íntimas y desordenadas: ¿Cómo se sostiene este pequeño cuerpo que no deja de llorar? ¿Cómo le explico a esta pequeña mente el sonido del viento?
Me volví torpe con las palabras porque me volví más honesto con la vida. Y eso no siempre coincide.
Durante un buen tiempo sentí que escribir era un lujo incompatible con la paternidad presente. No con ser padre en el papel —eso cualquiera lo es—, sino con estar ahí, de verdad. Con estar en lo pequeño, en lo lento, en lo repetitivo. En la repetición ritual del rugido del lobo que se come a la abuelita para el cuento de antes de dormir, o en los despertares a las tres de la mañana para tomar relevo con Virginia. En la fiebre de 40 grados que aparece sin explicación o en el asombro de que una niña de dos años haga su primera reflexión sobre porqué saltar tanto la agota.
Y entonces callé.
Pero no dejé de pensar. Ni de observar. Solo que mis observaciones ya no venían en forma de tesis, sino de preguntas sueltas, más humanas que brillantes. Preguntas como: ¿Por qué algunos niños crecen con todo resuelto y otros con todo por resolver? ¿Por qué una niña tendrá una cuenta de ahorro a su nombre mientras otra ni siquiera tendrá acceso a agua limpia en su escuela fiscal? ¿Qué jodido sistema hemos creado para que el azar de nacer en un barrio o en otro defina la mitad de tu historia?
El 2 de julio de 2023 nacieron aproximadamente 360,000 bebés en todo el mundo. Ese día también nació mi hija. Pero también, ese mismo día, murieron más de 13,000 niños menores de cinco años, muchos por causas prevenibles. Es decir, por injusticias. Las estadísticas se leen frías, pero se viven con cuerpo. Desde entonces, todo lo que pienso tiene una escala diferente.
Y por eso estoy de vuelta.
No regreso para hablar solo de mí. Regreso porque entiendo, con más claridad, qué cosas importan de verdad. Y porque sospecho que muchas de esas cosas no están en los debates públicos, sino en las cocinas de los amigos y vecinos, en las guarderías, en las cuentas bancarias de madres solas, en la mirada cansada de un padre que trabaja 14 horas y aún así llega a abrazar a sus hijos.
Me convertí en padre y mi mundo se achicó en lo concreto, pero se expandió en lo importante.
Y aunque ya no tengo la necesidad de opinar sobre todo, sí tengo el deseo de contar lo que veo. Porque ser padre no me volvió sabio, pero sí más empático, más sensible. Me interesa el futuro porque lo veo en una niña que corre en pañales. Me preocupa la educación, la salud pública, la tecnología, no como temas de agenda, sino como condiciones de vida reales para miles de niños que no se llaman Laura.
Escribo de nuevo porque quiero tener algo que decirle a mi hija cuando me pregunte qué hice con mi voz.
Todo cambió cuando ella dijo "papá". (O)