Siete minutos y treinta y siete segundos. Sí, leyeron bien: 7m37s. Esto fue lo que duró el mensaje de voz que me mandó una persona no tan cercana. No fue una llamada, no fue un correo, no se dio en una reunión. Un mensaje de voz de casi diez minutos. Mi primera reacción en mi cabeza, muy visceral, fue responderle con un tajante "no lo voy a escuchar". Pero claro, no podía hacerlo. Era alguien con quien tuve que aguantarme una vez más no recriminarselo. Incluso cuando decide comunicarse con uno como si fuera un locutor de podcast sin edición.
Y, es que resulta hasta paradójico. En lugar de preguntarme "¿Te puedo llamar unos minutos?", o, simplemente marcar y dejarme decidir si contesto o no, se lanza con una nota de voz eterna incluso aumentando la velocidad de escucha. Un océano de palabras que pude haber evitado con una simple frase por texto. Algo así como:
—Hola, ¿puedo consultarte algo rápido?
O mejor aún:
—¿Se puede firmar este documento con firma electrónica?
El drama se intensificó cuando intenté escucharlo en velocidad 2x, para ahorrar tiempo ¡Ni eso funcionó! Después probé con la transcripción automática que ofrece WhatsApp gracias a la magia de Meta, pero tampoco: vacíos, errores, "____" por todos lados. Entre la dicción confusa, las pausas existenciales del remitente y mis propios compromisos del día, terminé más frustrado que antes, poniendo una pausa a mi vida innecesaria. No podía ni escuchar bien el mensaje ni dejarlo correr en altavoz en una sala llena de gente. Estaba atrapado.
¿Y qué decía el mensaje? (Para que vean que no soy exagerado) Empezaba así:
—Hola Santiago, espero que este mensaje te encuentre muy bien a ti y a los tuyos. Quería molestarte porque tengo una duda, o más que una duda, un comentario, algo que realmente no sé si es que es así o no es así, pero me gustaría saber si puedo consultarte sobre una situación que tengo, que no se si es que es que puedo, o no puedo...
Imaginen ustedes: esto fue solo la introducción. Cinco frases para decir que quiere decirme algo. Me tomó más tiempo intentar descifrar la intención, que efectivamente resolver la consulta misma (que nunca quedó clara, por cierto). Todo eso pudo haber sido un escueto mensaje de ocho palabras. O un archivo adjunto. Cualquier cosa menos siete minutos de monólogo sin rumbo.
El abuso de los mensajes de voz es una epidemia moderna. Esta herramienta, útil en ciertos contextos como urgencias, muestras de afecto entre parejas o familia, personas con alguna discapacidad o adultos mayores, se ha convertido en un atajo para la pereza comunicacional. Es una falta de respeto al tiempo ajeno. Obliga al receptor a pausar su vida, a ponerse los audífonos, a buscar un rincón tranquilo, a escuchar a veces un corto, y muchas veces un largo mensaje, que bien podría haberse escrito en menos de diez segundos.
Y ni hablar de los entornos laborales. Enviar una nota de voz de tres minutos para algo que luego debe transcribirse, reenviarse o copiarse, es lo menos eficiente del mundo. Nadie tiene tiempo de escuchar varias veces el mismo audio para anotar lo importante. La informalidad de este formato, sumada a su falta de estructura, hace que sea imposible escanearlo rápidamente o recuperar información clave sin volver a sufrirlo desde el principio.
Otro gran problema es la narrativa unilateral. Cuando envías un mensaje de voz, no estás conversando: estás dando un discurso. No hay oportunidad de interrumpir -respetuosamente y con el afán de generar certidumbre-, de pedir una aclaración, de tomar notas. Y claro, como suele ser improvisado, el audio se llena de repeticiones, ideas sueltas, titubeos y "ehh... eso... lo que te decía...", como si estuviéramos todos en una reunión de las que pudieron ser un correo o un mensaje de texto corto.
También está el tema de la accesibilidad. No siempre uno está en condiciones de escuchar audios: en transporte público, cuando compartes transporte con alguien, en la oficina -si no cargas tus audífonos por ejemplo-, en una reunión, en la calle, o simplemente sin audífonos. Y para personas con discapacidad auditiva, ni siquiera vale la pena entrar a evaluar aquello, que, cada vez vemos más personas con esta condición.
Los mensajes de voz, al final del día, fomentan una inmediatez emocional peligrosa. Son una descarga sin filtro, un vómito verbal disfrazado de cercanía. Se han convertido en una zona gris de la comunicación, donde se mezcla lo informal, lo urgente, lo emocional, y lo innecesario.
Así que, por favor, la próxima vez que sientan la tentación de dejar un mensaje de voz, háganse unas simples preguntas:
- ¿Esto realmente no puede decirse por texto?
- ¿Este tema necesita tanta explicación o sería mejor una llamada directa?
- ¿Es necesario que el mensaje dure más que una melodía de música clásica?
Los invito a reflexionar. Valoremos el tiempo propio y el ajeno. Usemos los canales adecuados para cada tipo de comunicación. Un mensaje de voz puede ser útil, sí, pero no puede convertirse en el nuevo default. Hasta que WhatsApp nos dé la opción de bloquearlos, la mejor solución es pensarlo dos veces antes de enviar uno, o mejor aun, abstenerse de hacerlo. Ah, y si va a mandar un mensaje de uno o dos segundos, diciendo -"Ok", "Oki", "Yap", o "Bueno", créame, se demora menos escribiendo que pulsando el botón, hablando y enviando. (O)