Animales al volante
En la calles, los animales rondan. Cambiaron las cuatro patas por cuatro llantas, pero el instinto y la naturaleza salvaje persisten. Desde anfibios hasta mamíferos, pasando por insectos y reptiles, todos descuidan el estado urbano en un desfile donde el sapo se lleva el premio por la cantidad y el descaro. Se mueve rápido para robarte el espacio, detecta filas como si fueran charcos y se lanza a la primera rendija con una alegría que ya parece tradición.

El sapo se activa en los semáforos cuando la fila se estira y la calle se pone estrecha, ahí se pega al costado con paciencia de oficio y avanza como quien hace fila en paralelo, hasta que encuentra el punto exacto donde puede empujar el hocico metálico y quedar dentro. En las curvas hace su obra maestra porque ella le sirve de coartada y trampolín. Siempre se mueve por fuera con cara de que busca su carril y termina quedándose con el tuyo. A ese comportamiento le cae bien un dato simple, en Quito la circulación se hincha y el ecosistema se vuelve más competitivo, entre enero y septiembre de 2024 la AMT reportó 309.443 vehículos con permiso de circulación

Las tortugas eligen otro método, trabajan con el tiempo. Se instalan en el semáforo con el celular como fogata, miran la pantalla con una calma que parece espiritual y se quedan ahí unos segundos de más, suficientes para que el verde pase como si fuera un tren que no espera a nadie. Cuando la tortuga arranca lo hace suave, como si la calle fuera una sala de estar y no un sistema que necesita ritmo. Esa pausa pequeña se vuelve grande cuando se repite en cadena. En ese punto el sapo se entusiasma porque la fila lenta le abre más rendijas y el resto del paisaje se vuelve más nervioso.

Las luciérnagas apagadas completan la escena, insectos que renuncian a su brillo por decisión propia. Se mueven sin direccional, giran de sorpresa, parquean de golpe, cambian de carril como si anunciar fuera un acto de debilidad. Convierten cada trayecto en un juego de adivinanzas. A esta ciudad se le suma una neblina voluntaria de quienes prefieren no avisar.

En las veredas, en las esquinas y, con demasiada frecuencia, en la ciclovía, aparecen animales que estacionan donde les da la gana y lo visten de “un ratito”. La ciclovía, que debería ser una franja de respiro y continuidad, termina funcionando como parqueadero improvisado, zona de carga, sala de espera o excusa. La bicicleta se baja al carril de autos, el peatón hace zigzag, mientras los sapos aprenden que la ciudad siempre deja espacios que conquistar, aunque tengan pintura roja.

Y entonces aparecen las anguilas eléctricas de dos ruedas, finas, silenciosas, resbalosas. Se deslizan entre carros como si el tráfico fuera agua y ellas fueran parte del líquido. Por ser eléctricas se creen bicicleta cuando les conviene, coquetean con la ciclovía, se meten por huecos estrechos, aparecen en el punto ciego con un zumbido mínimo y desaparecen igual de rápido por entre los parques. La ciudad intenta dibujar categorías, la anguila vive mejor en lo ambiguo, hoy circula como moto y mañana reclama trato de bici. Esa elasticidad le alcanza para moverse sin culpa.

Cuando cae la noche llegan los búhos con su religión de faros altos. Iluminan con fuerza, encandilan al resto y obligan a conducir entre reflejos y sombras, como si ver más fuera sinónimo de convivir mejor. En realidad, esa luz invasiva provoca frenazos torpes, reacciones bruscas, tensión acumulada, y toda la selva de concreto termina manejando a la defensiva, como si la calle fuera un pasillo oscuro lleno de sorpresas.

El remate lo pone el guepardo contemplativo en el carril izquierdo, con cuerpo de velocidad y ritmo de paseo. Mantiene su marcha con una calma de museo y obliga al resto a reorganizarse. Unos se vuelven sapos por necesidad para poder pasar, otros se resignan a la lentitud, otros apagan todavía más sus señales para sobrevivir entre cambios impredecibles de la mordaz travesía. 

En 2024, a escala nacional, el INEC reportó 21.220 siniestros de tránsito y 2.302 personas fallecidas en el sitio del siniestro. Con esos números sobre la mesa, la jungla deja de ser chiste fácil y se vuelve un asunto de hábitos que se repiten hasta parecer normales. En la metrópoli, los animales rondan cada día y sostienen su reino con pequeñas decisiones constantes, el salto del sapo, la pausa de la tortuga, la oscuridad de la luciérnaga, la ambigüedad de la anguila, la luz del búho, la calma del guepardo. Entre sus calles la ciudad aprendió a vivir rodeada de animales, como si esa fuera la única forma de moverse. (O)