El "¡Sí se puede!" surgió como un acto de fe. En el año 2001, cuando Ecuador luchaba por su primera clasificación a un Mundial, la frase fue adoptada por una hinchada que sabía que, sobre el papel, éramos inferiores. Nos lo repetíamos para creerlo. Era el equivalente futbolístico de un "quizás Diosito nos eche una mano". Y funcionó. Nos ayudó a cruzar umbrales imposibles, nos empujó en los minutos finales y nos hizo sentir que, al menos desde las tribunas, también se podía marcar goles.
Fue una consigna cargada de esperanza, pero también de resignación. Como si supiéramos que la gloria no nos pertenecía del todo, pero merecíamos al menos tocarla. Ese grito nos unió como nación en medio de estadios que muchas veces parecían templos, donde el milagro era una jugada aislada, una atajada que desafiaba la lógica, un gol que sabíamos irrepetible. Nos refugiamos en ese lema porque el contexto futbolístico nos obligaba a soñar con pequeñas gestas, no con hegemonías.
Pero el tiempo pasa y las naciones crecen. Hoy, la selección ecuatoriana es protagonista. Tiene un promedio de edad que en Europa envidiarían, una cantera consolidada y jugadores que destacan en las ligas más competitivas del mundo. La clasificación a la Copa del Mundo ya no es una epopeya. La selección de ahora juega con solvencia, presiona con inteligencia y defiende con jerarquía. Es, sin duda, una generación que se sabe buena, que no necesita repetir mantras de inferioridad disfrazados de esperanza.
Según datos de la FIFA, en los últimos tres ciclos mundialistas, Ecuador estuvo entre las cinco selecciones más constantes de Sudamérica y no es casualidad. Persistir en el "¡Sí se puede!" es como seguir usando muletas cuando ya se corre con soltura. No se trata de olvidar nuestras raíces, sino de asumir nuestra nueva realidad.
La narrativa de un país se transforma con sus logros. Lo que ayer fue un grito de auxilio, hoy puede ser un lastre simbólico. Es como si Alemania, tras levantar cuatro Copas del Mundo, siguiera animándose a sí misma con un "tal vez ganemos". Las grandes selecciones no se alientan con fe, sino con seguridad. Y Ecuador, aunque no tenga cuatro estrellas bordadas en el pecho, ya da suficientes razones para creérselo.
El fútbol, como espejo social, refleja procesos más amplios. Ecuador también es otra nación en lo económico, en lo cultural, en su autoestima colectiva. A pesar de las crisis, aprendió a exportar talento, a posicionarse en la opinión internacional, a reconocerse como un actor relevante en la región. Es hora de que el fútbol, nuestro termómetro emocional más agudo, también se exprese con esa seguridad.
Este reconocimiento internacional debe tener un eco simbólico en casa. No basta con formar cracks, hay que crear una nueva mentalidad. Una que grite desde las gradas con convicción porque la palabra también construye realidad. Y si seguimos diciendo "¡Sí se puede!", le decimos al mundo que todavía dudamos.
Es tiempo de reformular nuestro grito patrio. No porque el "¡Sí se puede!" sea indigno, sino porque es insuficiente. Necesitamos una narrativa que refleje poder, que inspire respeto, que le diga al mundo que estamos aquí para quedarnos.
Jubilemos el "¡Sí se puede!" con gratitud, como quien guarda una vieja camiseta llena de gloria, y salgamos a la cancha seguros de poder ganar. (O)