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Junio
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El junio que vivimos marca las vidas de otro modo, pese a todo, nos contagia de las energías que trae el viento, de los recuerdos que vienen con el sol, de las alegrías de esa distinta luminosidad que vibra en las ventanas.

25 Junio de 2025 12.01

Hay un aire distinto. Pasados los aguaceros, después de las mañanas de niebla, veo los cielos azules.  Una brisa friolenta estremece las ramas y se cola por hendijas y ventanas. Los mediodías son luminosos. Las mañanas dejan ver la cordillera nítida. Amanece con el perfil cordillerano marcado por nubes rotas, dispersas, que anuncian ventarrones distantes. Se ve, desde los asomos de Quito, la solemnidad de los nevados entre la hondura de las montañas.

En la claridad del sol que empieza, se divisan los recovecos de los páramos por donde cabalgamos cada verano; se adivina la ruta que va por Boyeros, el camino empinado que conduce a la laguna de Muertepungo, el horizonte de Pellón-mantana, la ruta que viene por Cangagua, sobre el lomo de la cordillera. Veo el sol incipiente extenderse sobre las estribaciones del Sincholagua. Por allí, por donde amanece, hay un bosque que alegra el páramo; por allí va el camino a Pedregal, al Vallevicioso, a la libertad del altiplano abierto. Estará amaneciendo, como aquí, en esas rutas bravas que invitan a irse otra vez por esos lares, al paso lento del viaje antiguo, a descubrir la nación oculta, la sencilla, la del hombre que sabe de intuiciones, de silencios largos, de paciencias ignoradas en el estrépito de los días que vivimos.

La mañana de verano se afirma en ese viento que trae recuerdos de los tiempos en que el aire de junio era preludio de vacaciones, de tres meses de vida distinta hecha de trillas, de noches al descampado, de distintos entornos, de cielos estrellados y de lunas que nos sorprendían, en la plenitud de la adolescencia, caminando en las obscuridades remotas, en las breñas abismales donde descubrimos la enormidad de cosas y secretos que guarda el campo humilde. En aquellos tiempos atisbamos, por primera vez, esa difusa inquietud por lo propio, que después resultó ser el sentido de pertenencia, el arraigo. Quién hubiera imaginado que ese descubrimiento, hecho entre el aturdimiento de la juventud y las novelas de Dumas, iba a tener prolongaciones tan largas.

Este aire de junio es una sospecha de que aún son posibles los entusiasmos limpios. Es una especie de confirmación de que la dimensión verdadera del país está más allá de lo formal y de lo público. Este viento que anuncia y que recuerda campos y distancias, abre la posibilidad de nuevos y humanos esfuerzos en tiempos de pesimismos y obscuridades.

El país y su gente son realidades diferentes y mejores que las prosaicas y empobrecidas a las que nos ha habituado ese tráfago atropellador de la violencia y de la "opinión pública". Quien no tenga la sensibilidad abierta para entender los mensajes de las cosas simples, como los vientos de junio, probablemente no podrá comprender las raíces ni interpretar el pulso humano, porque, más significado que muchos discursos y proclamas, tienen las sombras que deja el sol veraniego, la luminosidad del cielo que abre el alma cada mañana. Más, mucha más humanidad, tienen los modestos detalles de cada día, esos que   pasan inadvertidos cuando no se tiene sintonía con el sentido de las cosas.

El junio que vivimos marca las vidas de otro modo, pese a todo, nos contagia de las energías que trae el viento, de los recuerdos que vienen con el sol, de las alegrías de esa distinta luminosidad que vibra en las ventanas. Este junio es invitación y desafío a mirar las cosas de otro modo, a pensar el país desde la perspectiva de la alegría y el desinterés, a descubrir que la política no es todo, que hay dimensiones mejores.

Mientras esos entusiasmos y recuerdos levantan los ánimos y limpian las frentes de enfermizos fruncimientos, noticieros y comentarios, de espaldas a esa vida noble y diferente, descargan sobre nosotros, hombres comunes, chorros de pesimismo y desesperanza. De allí que sea preferible el aire del campo aún dormido al anuncio de la muerte de las ilusiones que, con espeluznante puntualidad, nos llega a la primera hora de cada día. (O)

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