Hay días en los que siento que, entre las obligaciones laborales, personales y la maternidad, se abre una brecha difícil de cerrar. En esos momentos pienso: "el tiempo que destino a esto, debería dejárselo a mi hijo"...
Ser madre trae consigo sentimientos que muchas veces se contraponen. Por un lado, florece una alegría profunda, una admiración inmensa por cada pequeño hito: los nuevos dientes, las primeras palabras, la autonomía que llega con la lectura y más... Esos momentos llenan de vida. Pero, paralelamente, aparecen expectativas internas y externas sobre la maternidad perfecta: hacerlo bien, ser pacientes, ser tiernas, ser responsables, ser buen ejemplo, cuidar sus almas y sus mentes, en fin, ser todo. Y junto con esas expectativas, surge casi inevitablemente un sentimiento que acompaña a muchas madres: la culpa.
La culpa puede nacer dentro de nosotras, como un murmullo que nos recuerda lo que "no hicimos" o, creemos que lo hicimos mal, pero también puede venir del entorno. Todavía persiste la idea de que las mujeres deberían saber criar "de forma natural", que no deberían cansarse ni equivocarse, que siempre deberían anteponerlo todo por sus hijos. Cuando esa imagen idealizada no se cumple —porque es imposible que siempre se cumpla— aparecen pensamientos como: "no soy suficiente", "debería haber estado más presente", "que mala mamá soy".
Recuerdo que, cuando mi hijo era bebé, solo salía a caminar si estaba dormido. Creía que si me iba mientras él estaba despierto lo estaba descuidando o que no era justo dejarlo con alguien más si yo "podía hacerlo". No entendía que un espacio para mí, por pequeño que fuera, era necesario. No sabía que esos minutos podían recargarme más que cualquier rutina vivida con culpa. En una charla sobre crianza positiva escuché por primera vez que descansar también era parte de cuidar. Recién entonces comprendí que detrás de mi rutina había una culpa silenciosa que yo no había sabido identificar.
Con los años, y al empezar a trabajar más, esa culpa se volvió una voz más presente. Aparecía cuando debía extender mis horarios o cuando cometía un error, cuando él necesitaba algo y yo estaba agotada, cuando simplemente no llegaba a todo. Era una voz mía, más dura que la de cualquier juicio externo. Fue entonces cuando decidí aprender más, entender más, y tomé un curso sobre vínculo seguro. Ahí descubrí que lo que mi hijo necesitaba no era una madre perfecta, sino una madre presente y emocionalmente disponible. Entendí que los errores se reparan, que la crianza se construye con límites y amor, y que la presencia auténtica pesa mucho más que la perfección.
Aún hoy, nueve años después, esa voz de culpa intenta regresar a veces. Lo noto cuando trabajo más de la cuenta, cuando él me espera, cuando no siempre puedo estar donde quisiera. Pero ahora, cuando aparece, la escucho sin dejar que se instale. Hago una pequeña reflexión —esa metaevaluación que tanto usamos en educación— y me recuerdo que lo que pienso no siempre es cierto, que puedo mejorar, y que si me equivoco también puedo reparar. Me repito algo que escuché alguna vez: a veces quienes más necesitamos un "tiempo fuera" no son los niños, somos los adultos. En mi caso, yo como madre.
Hoy escribo esta columna para las madres que conviven con esa culpa que no deja paz ni al trabajar ni al no hacerlo. Para las que sienten que siempre falta algo, que nunca se llega del todo, que hay una deuda permanente con los hijos, quiero decirles que lo más importante es estar verdaderamente presentes en aquello que para ellos importa: en el juego, en las conversaciones, mientras transitan emociones, en sus inquietudes, en sus logros y errores, en los desafíos cotidianos. Y recordar que la maternidad no es perfecta y no debemos hacerlo solas: pedir apoyo es una fortaleza.
La voz de la culpa es engañosa, no te dice la verdad. (O)