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¿Cuándo se “inventó” el pueblo en nuestras latitudes? Más aún, vuelvo a la pregunta, ¿existe el pueblo? Los latinoamericanos adoptamos,  sin reserva alguna, las ideas de los pensadores ingleses, franceses y norteamericanos. Hicimos nuestra revolución y alcanzamos la independencia bajo la hipótesis de que en las nacientes repúblicas existiría una población consciente, activa y crítica; es decir, que existiría “ciudadanía” y no solamente masa.

27 Julio de 2022 16.53

Lo que llamamos “democracia” se sustenta en algunas ideas esenciales, como el protagonismo del pueblo, la titularidad del poder que radicaría en la gente, esto es, la soberanía popular, y la representación política. Esas tesis sin embargo, han sufrido serias deformaciones, como el electoralismo, la deformación de  los sondeos y, por supuesto, el populismo y la propaganda.

I.- La invención del pueblo.- Tomo prestado  el título y un par de ideas del libro de Edmund S. Morgan (Edit. Siglo XXI, 2006), que contiene un interesante análisis sobre el nacimiento del concepto de soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos, advirtiendo que la historia política latinoamericana tiene sustanciales diferencias con la de esos  países, y que, a los elementos que el autor sugiere, hay que agregar otros, como el populismo, el estado prebendario y de la tradición caciquista latinoamericana.

¿Cuándo se “inventó” el pueblo en nuestras latitudes? Más aún, vuelvo a la pregunta, ¿existe el pueblo? Los latinoamericanos adoptamos,  sin reserva alguna, las ideas de los pensadores ingleses, franceses y norteamericanos. Hicimos nuestra revolución y alcanzamos la independencia bajo la hipótesis de que en las nacientes repúblicas existiría una población consciente, activa y crítica; es decir, que existiría “ciudadanía” y no solamente masa. Bolívar pronto se dio cuenta de que la hipótesis era falsa, que no había pueblo como entidad autónoma, y que, en tales condiciones, no era posible la subsistencia de la democracia. Su desencanto explica las duras críticas que hizo al final de su vida a la conducta de los sudamericanos y  su final  inclinación por la monarquía, como solución al desorden institucional. 

II.- La servidumbre y el consentimiento.- El Estado es un sofisticado sistema de dominación que necesita de la sumisión de los gobernados, de su renuncia a una parte, o a todas sus libertades, y de su “autorización” para mandar. Las dictaduras emplean el miedo como arma para obtener obediencia. Los demás regímenes usan la “sabia” mezcla de explotación de la escasa convicción de la gente y del interés de muchos en lograr pequeñas dádivas a través de la acción de los gobiernos. El populismo remacha la dominación con el “encanto” del carisma, con la aproximación a lo mágico por vía de la demagogia y la mentira,  una suerte de propuesta de salvación apuntalada por las habilidades retóricas del caudillo. El hecho es que todos los sistemas obtienen el “consentimiento” de los gobernados, ya sea por temor, interés o convicción. Sin consentimiento, no hay dominación posible.

El consentimiento para que las minorías gobiernen se basa en la construcción de ficciones que hacen que la gente “crea” y legitime a la autoridad. De esas ficciones, las más  comunes son las de la soberanía popular y  la representación. Las ficciones suponen que los  mandatarios y asambleístas pensarían y obrarían siempre por el pueblo, que expresarían  su voluntad y que lo representarían efectivamente. Es la ficción del “soberano”. Pero tal soberano, en realidad, no existe como sujeto político concreto, existe como carta de justificación del poder. Existe población inorgánica, y no una estructura que consista en una entidad política.

Los problemas  de la democracia  de masas tienen que ver con el hecho de que la ficción no puede ya encubrir el hecho de que los sistemas eleccionarios se reducen a eventos coyunturales y a episodios de mercadeo político hábilmente manejados; que los sistemas de representación están falsificados por la propaganda que tuerce la comprensión de la verdad; que asambleas y congresos no expresan la voluntad general, sino el interés y las visiones  de una minoría -el número de los legisladores que dominan-, que ejerce los poderes reales, haciéndole creer al ciudadano que quien manda es él.

III.- ¿Pueblo o público? 

Una clave del fenómeno político moderno está en el hecho de que el “pueblo”  no es, como los antiguos liberales suponían, el sujeto activo y el responsable de la política, el soberano, el actor  de quien dependería la legitimidad del mando. El pueblo no es el protagonista cuyas definiciones marquen el porvenir de un país. El pueblo es simple “público”, auditorio expectante sobre el que obra la propaganda, “clientela”, consumidor de discursos sometido a la astucia del caudillo y sus cortesanos. 

Probablemente, la transformación del pueblo en público sea uno de los fenómenos políticos claves para entender los procesos de crisis y la deslegitimación de partidos y movimientos, y por cierto, el crecimiento de “jefaturas alternativas”, que prosperan en todo el mundo. Latinoamérica es la mejor vitrina de exhibición del nuevo escenario.

Hay considerable distancia entre la democracia como sistema político ideal, en que el actor sería el pueblo, y el electoralismo que vivimos. Esta transformación del “pueblo” en “público” explica por qué  los factores determinantes en la conquista del poder no son los programas de gobierno ni las doctrinas. Lo fundamental, ahora, son las tácticas del marketing político, la capacidad de seducción, la propaganda y, por cierto, los aportes de campaña. Las lógicas del mercado han destronado a las lógicas de la política. Las sonrisas, los gestos y los gritos  triunfan sobre las ideas.

IV.- La irresponsabilidad del elector.- El marketing apuesta al convencimiento a través de la imagen. Son las sensaciones primarias del electorado la materia prima que se maneja, y no las ideas o los proyectos. Por eso, el poder en estos tiempos es tema muy próximo al espectáculo, que es todo emoción y sensación, y ante el cual el espectador se exime de responsabilidad. En tales circunstancias, el voto es una elección trivial, resultado primario de la propaganda y de la inducción sobre las creencias básicas de la gente y sus ilusiones. El votante mediatizado no es constructor de nada, está sometido a la servidumbre de la necesidad real o creada artificialmente. O al puro entusiasmo irreflexivo.

La irresponsabilidad del elector es característica de la democracia moderna, precisamente porque el “pueblo”, transformado en “público consumidor”, no se hace cargo de sus actos ni se compromete con su país. La actitud del elector es la misma que la del espectador. Como en el estadio, ese “pueblo-público” no va más allá de las emociones; se divierte, se apasiona, participa momentáneamente del evento, o cambia de canal si le fastidia el estruendo de la tarima.

La democracia se ha desvirtuado por el uso y el abuso  de tácticas mercantiles en la promoción de candidatos. El “híper comercialismo” ha invadido de tal modo  la vida personal y  la actividad pública, que nada existe fuera de sus lógicas y  sus estilos. La política, no se ha salvado de esa invasión, y es ahora su principal víctima. La veloz migración de la democracia hacia las prácticas “comercial/populistas” en  la captación del poder es una evidencia  incontrastable. (O)

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