En tiempos donde la política parece regida por algoritmos, populismo y una sed insaciable de poder, la figura de José "Pepe" Mujica emerge como un contrapeso ético y humanista. Su paso por la presidencia de Uruguay (2010-2015) no solo dejó reformas estructurales importantes, sino también una lección inusual para América Latina: la coherencia entre el discurso y la vida.
Un presidente con 180 dólares; Mujica es famoso por haber donado alrededor del 90% de su salario presidencial (12.000 dólares mensuales) a proyectos sociales y personas necesitadas. Vivía con menos de 1.000 dólares al mes, en su casa rural sin lujos, junto a su esposa, la exsenadora Lucía Topolansky. Esta cifra no es anecdótica: en un continente donde más del 25% de los legisladores y gobernantes provienen de elites económicas, Mujica representó una excepción radical y deliberada. Y eso le dio autoridad moral.
Su gobierno logró aprobar tres leyes revolucionarias en América Latina: la legalización del matrimonio igualitario (2013), la despenalización del aborto (2012) y la regulación estatal del mercado de la marihuana (2013). No fueron decisiones fáciles, ni populares en todos los sectores. Pero Mujica apostó por una política de derechos, no de cálculos.
Según datos del Banco Mundial, durante su presidencia, Uruguay mantuvo una de las tasas más bajas de pobreza en la región: cayó del 18,6% en 2010 al 9,7% en 2014. La clase media se consolidó, alcanzando al 60% de la población. Además, el índice de Gini, que mide desigualdad, pasó de 0,45 en 2006 a 0,38 en 2014, uno de los más bajos de América Latina.
La estabilidad democrática también fue un sello. En el índice de democracia de The Economist, Uruguay figuró como el país más democrático de la región durante su mandato, incluso por encima de Chile y Costa Rica.
Pese a su pasado como guerrillero tupamaro, Mujica no impuso una agenda económica radical. Su enfoque fue pragmático: respetó la inversión extranjera, impulsó acuerdos comerciales y priorizó la estabilidad macroeconómica. Durante su gobierno, el PIB creció a un promedio del 4% anual y el desempleo se mantuvo por debajo del 7%.
En una entrevista, resumió su visión con una claridad desarmante: "El mercado necesita reglas, pero el Estado no puede ahogar a los que producen. Hay que convivir". Esa síntesis entre justicia social y responsabilidad fiscal rara vez se encuentra en el liderazgo regional.
La austeridad de Mujica no fue pose, sino postura. En un estudio de Latinobarómetro de 2015, tras dejar el poder, obtuvo un 65% de aprobación ciudadana , un porcentaje inusual en América Latina para un expresidente, su nivel de confianza pública era comparable al de líderes nórdicos.
Mujica no creía en la imagen como estrategia. Decía lo que pensaba, aún si incomodaba. Criticó el hiperconsumo, denunció la corrupción sin dobles discursos y se negó a usar trajes caros, vuelos privados o guardaespaldas innecesarios. En 2013, la BBC lo nombró "el presidente más pobre del mundo", pero en realidad fue uno de los más ricos en valores políticos.
En un contexto donde América Latina sigue marcada por escándalos de corrupción (Lava Jato, Odebrecht, Panamá Papers), la figura de Mujica funciona como espejo incómodo y brújula moral. Su vida personal nunca contradijo su política: no acumuló propiedades, no creó fundaciones para evadir impuestos, no colocó familiares en cargos clave.
No fue perfecto: su gobierno fue criticado por la falta de reformas estructurales en educación, por ciertas ineficiencias burocráticas y por el escaso impulso a la innovación tecnológica. Pero nadie le reprocha falta de honestidad ni doble discurso. Y eso, en esta región, es prácticamente revolucionario.
José Mujica nos dejó una verdad incómoda: se puede gobernar sin enriquecerse. Se puede ser austero sin ser pobre. Se puede tener poder sin perder el alma. En un continente cansado de liderazgos narcisistas y de promesas vacías, Mujica no fue un santo, pero sí un referente de humanidad política.
Tal vez por eso, su legado no está en grandes monumentos ni en discursos épicos, sino en una frase simple que hoy parece urgente rescatar:
"El poder no cambia a las personas, solo revela lo que verdaderamente son."
Pepe Mujica partió, pero su coherencia, tan rara como valiente, queda sembrada. En un continente que tanto necesita ejemplos, el suyo será difícil de igualar y aún más difícil de olvidar.
Gracias, Pepe, por recordarnos que la política también puede ser decente, humana y profundamente libre. (O)