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pausa y descanso
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Tal vez nuestra tarea como educadores y padres sea reconciliar a las nuevas generaciones con el valor del descanso. Enseñar que la creatividad no nace del exceso, sino del equilibrio; que desconectarse no es perder tiempo, sino recuperarlo. No se trata de renunciar al esfuerzo, sino de reaprender a vivir con un ritmo más humano.

7 Noviembre de 2025 14.51

Hace unos días tuve un accidente doméstico que me obligó a hacer una pausa. Nada grave, pero suficiente para recordarme que, a veces, el cuerpo se adelanta a la mente y dice, con firmeza silenciosa, "basta". En medio de esta breve inmovilidad, he tenido tiempo para observarme y pensar en el valor del esfuerzo, en cómo esa idea ha moldeado, casi sin darme cuenta, mi manera de entender la vida y el trabajo.

Aprovechando esta ventana de confianza humana con los lectores, quiero compartir que de mi padre aprendí una forma conservadora y serena de enfrentar las cosas: esa calma que enseña a sostenerse incluso cuando el entorno se vuelve incierto. De mi madre heredé la disciplina y la rigurosidad, esa dedicación amorosa por hacer las cosas bien, aunque a veces roce el perfeccionismo. Durante años pensé que esos rasgos eran solo parte de mi carácter; hoy comprendo que también fueron el reflejo de una época. Crecimos en una generación que asoció el éxito con la productividad constante, con la idea de que detenerse era retroceder.

Respeto profundamente esos valores. Me enseñaron la dignidad del trabajo bien hecho y la importancia de cumplir los compromisos, incluso cuando el cuerpo o el ánimo no acompañan. Pero desde esta pausa —quizá la primera que el cuerpo me impone en mucho tiempo— empiezo a mirarlos desde otro lugar. Me pregunto si, en nuestro afán por mantenernos siempre activos, no habremos confundido el valor del esfuerzo con la imposibilidad de detenernos.

Quizás por eso me impresiona tanto observar el cambio en las nuevas generaciones. En mi experiencia como padre, veo en mi hija y en sus amigos una manera distinta —y, tal vez, más sana— de entender la realización personal. Ellos disfrutan de lo que nosotros olvidamos: dormir bien, escuchar música, salir en grupo a comer "comida chatarra" sin pensar en las calorías, perder el tiempo sin culpa. En definitiva, han descubierto que el verdadero éxito puede estar en convertirse en dueños del disfrute de su tiempo.

Esta reflexión generacional me lleva inevitablemente a pensar en Byung-Chul Han, el filósofo surcoreano recientemente distinguido con el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2025. Su obra La sociedad del cansancio (2010) ha cobrado renovada vigencia en un mundo que, paradójicamente, se enorgullece de su hiperactividad. Han sostiene que vivimos en una era donde "el sujeto de rendimiento se explota a sí mismo creyendo que se está realizando". Ya no hay un amo que ordene ni un sistema que oprima desde fuera: somos nosotros mismos quienes asumimos la autoexplotación como una forma de libertad.

Esa idea, tan sencilla como inquietante, nos alcanza a todos: profesionales, padres, docentes, estudiantes. En nombre de la productividad y la superación personal, nos hemos convertido en prisioneros de nuestras propias expectativas. Mostramos nuestra fatiga con orgullo, como si el cansancio fuera una medalla que legitimara nuestra existencia y fortaleciera nuestra imagen social.

En el ámbito educativo, este fenómeno adquiere un matiz especialmente delicado. La escuela ha incorporado, muchas veces sin advertirlo, la lógica del rendimiento: alumnos sobresaturados de tareas, programas que confunden la velocidad con la inteligencia y una cultura que premia el hacer por encima del ser. Como advierte Han, "la hiperactividad no produce comunidad, sino agotamiento y aislamiento". Aprender, sin embargo, no es una carrera. El pensamiento requiere pausa, silencio, incluso aburrimiento.

Tal vez nuestra tarea como educadores y padres sea reconciliar a las nuevas generaciones con el valor del descanso. Enseñar que la creatividad no nace del exceso, sino del equilibrio; que desconectarse no es perder tiempo, sino recuperarlo. No se trata de renunciar al esfuerzo, sino de reaprender a vivir con un ritmo más humano.

El reciente reconocimiento a Byung-Chul Han llega en un momento simbólico. Después de décadas de glorificar la productividad como virtud cardinal del sistema capitalista, empezamos a reconocer los costos emocionales y sociales de ese modelo. No solo nos hemos cansado de trabajar: nos hemos cansado de estar cansados.

Quizás por eso su obra vuelve a resonar con tanta fuerza. La sociedad del cansancio no es solo una descripción del malestar contemporáneo, sino una invitación a repensar nuestra relación con el tiempo, la educación y el sentido de la vida. Si algo sigo aprendiendo —entre la herencia de mis padres y la mirada de mi hija— es que el éxito no está en hacer más, sino en aprender a descansar sin culpa y vivir con propósito. (O)

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