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Como padres debemos acompañar el proceso académico a través de un apoyo afectivo a nuestros hijos. Demostrándoles cuánto valoramos su esfuerzo.

06 Octubre de 2023 09.45

Ya iniciado el año escolar podemos percibir que los niños, niñas y adolescentes ya se han ido adaptando a sus rutinas y se han acoplado al ambiente que las escuelas les ofrecen, esto es el ideal, claro está, seguro hay excepciones. Algunos incluso acuden a extracurriculares o realizan actividades que complementan su desarrollo de manera integral. 

Muchos padres por su parte apoyan y valoran lo que sus hijos e hijas realizan y con ciertas expectativas se encaminan a observar lo que sucederá durante el año. Las expectativas son una fuerza motivacional y orientadora que dirige el comportamiento de una persona, en el campo educativo, se refieren al nivel de escolaridad final que los adultos responsables esperan que el niño, niña o adolescente alcance, también incluye la creencia que son capaces de aprender, de tener buenos resultados y de completar sus estudios hasta llegar a ser profesionales (Díaz, Pérez, Mozó 2009)

 Nada nuevo cuando pensamos en que, como padres esperamos y deseamos lo mejor para nuestros hijos.

Pero ¿qué sucede cuando las expectativas se centran en las notas y son excesivamente altas? o en otras palabras se enfocan en que, los niños, niñas y adolescentes sean perfectos y de manera poco consciente se termina ejerciendo sobre ellos un nivel de presión que, quizá es perjudicial para su desarrollo afectivo y emocional. Hoy en día, el desarrollo emocional ventajosamente ha sido más tomado en cuenta, por ello la columna de esta semana. 

Quiero aclarar, que no estoy diciendo que, tener expectativas sea perjudicial o que, esperar buenas calificaciones lo sea, lo que busco es reflexionar sobre lo que hay detrás de las rutinas rígidas, la falta de flexibilidad ante una mala calificación, ante el error y aquello que humanamente nos ha sucedió y que sin duda le puede ocurrir a un estudiante, más si es pequeño y está en proceso de crecimiento y desarrollo. Insisto en que, no se trata de juzgar las prácticas parentales, pero sí de analizarlas y pensar críticamente si lo que estamos haciendo repercute positiva o negativamente en el desarrollo de los niños.

Todo lo anterior nace, porque hace unos días mi hijo de 7 años me preguntó “¿mamá, que pasa si traigo una mala nota?” Le noté preocupado y curioso por saber qué le iba a responder. Lo primero, que se vino a mi mente fue decirle que, las notas no son lo más importante, que aprenda sí lo es. Pero, no era suficiente porque mi hijo esperaba más. Entonces, vino la siguiente pregunta “¿mamá, me van a dejar de querer si llego con una mala nota?” entonces ahí sí, que me quedé unos minutos en silencio, en parte reflexionando y pensando qué respuesta contundente, clara y precisa le iba a dar para que entendiera que lo uno, no tiene que ver con lo otro. 

Siguiendo con el tema, lo que hice fue decirle que, si obtiene una mala calificación, que es probable que suceda, nadie le iba a dejar de querer y que a la escuela se va precisamente a aprender. Y llegué a esta última frase porque en la mente de los niños lo simple y concreto se percibe mejor.

El tema de fondo es que, desde pequeños comenzamos a creer que, las notas son lo más importante y, además, que éstas pueden definir lo que somos en su totalidad e incluso se puede creer que si no obtenemos el puntaje que esperamos, hemos fracasado, lo cual solo refleja una posición de la mente tan fija como desesperanzadora.

Hoy se sabe que la flexibilidad, la habilidad para resolver problemas, el autocontrol, las habilidades sociales, el liderazgo y el pensamiento crítico por citar algunas habilidades, son las que, realmente nos permiten alcanzar nuestras metas. Tener buenas calificaciones siempre será positivo, pero la mentalidad de crecimiento nos lleva a considerar que la meta centrada en un crecimiento personal siempre estará por sobre algo tan fijo y quizá subjetivo como una calificación.

Como padres debemos acompañar el proceso académico a través de un apoyo afectivo a nuestros hijos. Demostrándoles cuánto valoramos su esfuerzo. (O)

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