En las últimas semanas, entre lo que he observado y he conversado con amigos, veo con mucha desilusión el estado de Quito. Cada vez más deshumanizado, cada vez más polarizado, cada vez en peor condición. Y no es porque este alcalde o el anterior, o el que se nos ocurra, sean de tal o cual posición política. Es porque todos nos hemos olvidado, o más bien, nunca aprendimos, lo que es vivir en ciudad.
Una ciudad no es solamente un conjunto de infraestructuras, edificios, residencias y comercios. La palabra ciudad, que viene del latín Civitas, tiene una dimensión moral: es una comunidad de personas que comparten principios, ideas, leyes, derechos y obligaciones. Inclusive Urbs, que es el equivalente físico de ciudad en latín, evolucionó en el tiempo para implicar no solamente de los aspectos físicos de la misma sino para significar un tipo de comportamiento, el urbano, refinado, considerado, cortés. Lo mismo sucede con la idea griega de Polis, de donde vienen palabras como metrópolis, metropolitano, y política, tiene también una dimensión moral: una polis es una comunidad de personas que se autogobierna.
La historia occidental nos dice que, por al menos 2500 años, se ha entendido que una ciudad es más que un espacio físico, es un espacio moral. Sin embargo, aunque nos rodean las palabras y las usamos a diario para definir nuestro lugar de residencia y nuestro estatus, el significado de lo que decimos en muchos casos nos escapa. De igual manera, hacemos caso omiso de las obligaciones implícitas al usarlas para definir a nuestra ciudad. Vivimos en el Distrito Metropolitano de Quito. Menudo nombre rimbombante. Desafortunadamente, hoy, carente de significado real...
Pensamos que Quito son sus calles y si están mal es culpa del alcalde, o del municipio de turno. Pensamos que Quito es el tráfico y si está mal, es culpa del alcalde, o del municipio de turno. Pensamos que Quito es su infraestructura física y si está mal... Pero es que la responsabilidad de la ciudad, en lo físico y lo moral es nuestra. Entiéndase: las acciones individuales infinitas, diarias, recurrentes de todos los 3 millones quienes vivimos en Quito le dan forma a la ciudad y establecen los parámetros del comportamiento de los demás. Un porcentaje altísimo de la población usa transporte masivo (que no es público en su gran mayoría, como todos sabemos). Sin embargo, no solo no caminamos y usamos transporte público; sino que desde nuestro propio vehículo aceptamos que el modo de manejar es al ataque, en defensa del espacio "propio".
¿Debe el busero cederle el paso al auto privado? Probablemente no: si en un bus van 80 personas y yo voy solo en mi auto, la lógica dicta que yo le ceda el paso al bus...Pero eso no ocurre. Y no lo digo en son de crítica. Yo tampoco lo hago. Les tengo rabia y me caen mal porque son unos salvajes: aceleran, rebasan, se lanzan y se nota que les vale lo que ocasionen, con tal de ganarle al otro busero la llegada a la siguiente parada. Y, si bien este problema se podría corregir coyunturalmente asignando un carril exclusivo a los buses como existe en otras ciudades, estructuralmente va mucho más allá. El comportamiento de los buseros y de los conductores particulares es un reflejo de nuestra visión general del otro.
Paréntesis visceral: ¿Debo manejar más despacio? Probablemente sí. Pero no lo hago y no pienso hacerlo. Todo Quito está plagado de rompe velocidades y baches: obstáculos legales y otros por descuido, pobreza, corrupción o simple desgaste. Pero ya estamos tan acostumbrados al subibaja y al tortazo contra el asfalto que francamente...lo que buscamos todos es el auto más grande, mas rudo, y que sufra menos porque sabemos que va a sufrir. Y lo decimos con orgullo cuando compramos un auto. Y entonces mejor manejo rápido porque así por lo menos no paso tanto tiempo en la calle. Consecuencia, no dejo que el peatón cruce, hago que el espacio urbano sea sujeto mio y no yo uno de sus beneficiarios. Ni civitas, ni urbs, no polis. Tenemos y hacemos circo, arena, hipódromo.
No tomamos el bus porque es una desgracia, y eso es un hecho. Lo peor es que se lo dejamos a quienes no tienen otra posibilidad de movilización y nos importa un bledo como los traten en los buses. No caminamos ni a la esquina por la más larga lista de excusas imaginables. No vivimos la ciudad: vamos del punto A al B sin voltear a mirar. Como tal, entonces lo que nos importa es la calidad de las calles que, si bien es importante, es solo un aspecto de la ciudad. Y, en nuestra visión reductiva de las cosas: alcalde que pavimenta (nuestras) calles es bueno. Alcalde que no pavimenta (nuestras) calles, es malo. Porque a quien le importan los parques, las veredas, el transporte público...eso está "ahi" pero no se usa pues!
Y bueno. Como ya perdí la fe en que podamos hacer nada para cambiar el comportamiento de casi 3 millones de personas, de que en pleno siglo XXI empecemos a darle importancia al significado de las palabras que decimos, de que entendamos las obligaciones morales de vivir en comunidad, y de que aceptemos que todos somos responsables por el desmadre en que vivimos, me quedan solamente el humor y el sarcasmo. Así que, me tomé la libertad de componer una pequeña oda. Se aceptan criticas al estilo y al contenido pues lo perfecto es enemigo de lo bueno. (O)
Canta, Musa, tú que inspiras a los dioses cansados del tránsito,
canta ahora la odisea mortal del ciudadano quiteño,
que con cada amanecer alista su corcel de acero
y se lanza, necio, al foro de rugientes autos y desesperos.
¿Es este acaso un camino o una prueba más de Hércules?
Mil y un rompe velocidades custodian la calle,
cual esfinges sin enigma ni clemencia.
No elevan la virtud, no educan el paso,
trasladan la culpa de la persona al asfalto,
Como ocurre con las cosas en buen castellano,
Donde los pantalones se manchan, los floreros se quiebran,
y de pronto, son cosas los pedagogos de la moral vial.
¡Oh tú, bache eterno!
Vientre de la Pacha Mama que se abre tras cada aguacero,
espejo fangoso donde el neumático va a morir.
Tus aguas ocultan taratáreos abismos,
de donde aro, guardafango o llanta, inocentes,
no vuelven jamás ilesos.
Decidme, sabios del cabildo:
¿para qué tanto rompevelocidad,
si la tierra ya se abre para tragarnos vivos?
Y cuando al fin el municipio desciende del Olimpo,
no trae pavimento, sino remiendos antinatura:
calles parchadas como manto de mendigo
de donde nuevos montículos emergen—convexos, soberbios—
y el conductor esquiva, cual argonauta criollo,
sirenas, cíclopes y topes invertidos.
Pero cuidaos, ciudadanos de a pie y de volante,
de los titanes modernos: los buseros.
Dueños del carril, del pito infernal, del frene y acelero,
no son transporte público: son gremio, son trono,
compiten por pasajeros como gladiadores por su vida,
y convierten el trayecto en hipódromo, en circo, en furia.
Así, sin alternativa, el ciudadano que puede compra su yugo:
un vehículo propio, su templo rodante, su cápsula sagrada.
Cada uno en su burbuja, punto a punto, sin desvío,
sin parque, sin plaza, sin encuentro.
La ciudad ya no es ágora sino tablero,
y el espacio común, campo de batalla de clases:
los que tienen carro, y los que no.
Marx sonríe en su tumba como dios oscuro:
¡la propiedad del volante es la nueva revolución!
Oh Quito, ciudad andina,
tu belleza se oculta tras pitos y smog.
¿Dónde quedaron tus colinas, tus tardes sin prisa?
¿Dónde tus paseos de Alameda, Ejido y Carolina?
Hoy sólo quedan frenos, gritos, aceleres y congestión,
perfumados por el incienso sagrado del diesel y el smog.
Cuatro personas no hacen una polis y diez mil la desbaratan
Aristóteles