Afuera hay viento blanco, una ventisca perpetua que sopla entre los témpanos y las rocas volcánicas. En la isla Heard, los únicos habitantes son miles de pingüinos reales y un volcán activo que respira bajo glaciares eternos. Ningún ser humano vive en aquel lugar recóndito, ni exporta nada desde allí. Sin embargo, el nombre de este archipiélago helado apareció a principios de abril en la lista negra del presidente Donald Trump. Estados Unidos acababa de imponerle un arancel del 10%.
El anuncio fue, como tantas veces, un acto teatral. Trump habló en una rueda de prensa y mostró un cartel. Enumeró los nuevos territorios alcanzados por la política de "tarifas recíprocas", y allí, entre países, colonias y enclaves comerciales, emergieron dos nombres improbables: islas Heard y McDonald, posesiones remotas de Australia, situadas en pleno Océano Índico Subantártico, donde sólo se puede llegar por mar y tras semanas de navegación.
No importó que el documento aclarara, en letras diminutas, que las islas no exportan productos a Estados Unidos. No importó que estén deshabitadas y bajo protección ambiental desde 1997 como parte del Patrimonio Mundial de la UNESCO. La lógica no era económica.
El gesto de Trump parece un disparate. Pero en diplomacia, hasta el disparate tiene cálculo. La inclusión de territorios deshabitados y sin actividad comercial en la guerra arancelaria revela una estrategia distinta: una forma de señalar, marcar, presionar a través de lo simbólico. La isla Heard —con sus colonias de elefantes marinos y sus glaciares retrocediendo por el cambio climático— se transforma así en un peón dentro de un tablero mayor: la disputa geopolítica por la Antártida.
Según le dijo a Wired la analista australiana Elizabeth Buchanan, especialista en geopolítica polar, este movimiento puede leerse como "una violación del espíritu antártico". El Tratado Antártico, firmado en 1959, prohíbe reclamos soberanos y militarización en la región, estableciendo que el continente y sus islas deben estar dedicados a fines pacíficos y científicos. Australia administra las islas desde 1953, y en 2002 extendió su jurisdicción al mar circundante con la creación de una reserva marina. Pero Estados Unidos no reconoce esa extensión.
El 10% de arancel no impactará en productos, pero sí puede afectar tratados internacionales, tensar la relación con Australia y sembrar un precedente peligroso: el uso del comercio como herramienta para disputas territoriales latentes. En un mundo donde el deshielo abre nuevas rutas marítimas y la Antártida encierra recursos estratégicos, incluso un páramo sin humanos puede convertirse en trinchera.
El anuncio de Trump llega en paralelo a otro movimiento más profundo: el retiro progresivo de Estados Unidos de programas científicos y ambientales en la Antártida. El llamado "Desfinanciamiento de la Gran Partida Antártica" podría implicar una reducción drástica del compromiso estadounidense en la región, en contraste con la creciente presencia de China y Rusia.
Si bien la guerra comercial entre EEUU y China fue el telón de fondo inicial, el giro hacia territorios sin humanos revela que el objetivo no son sólo las mercancías. El arancel al hielo es, en el fondo, un arancel a la idea misma de soberanía.
Australia no fue el único blanco. En la misma lista, Trump impuso aranceles del 10% a islas como Norfolk, Cocos Keeling y Christmas Island. Norfolk fue la peor parada: recibió una tasa del 29%. Son territorios también bajo control australiano, algunos con escasa población, pero todos estratégicamente ubicados en la ruta Indo-Pacífica.
La defensa australiana, a través de la Operación Resolute, patrulla 200 millas náuticas alrededor de esos enclaves. Oficialmente, la misión apunta a frenar la pesca ilegal, el contrabando y la contaminación. Pero también funciona como un recordatorio de soberanía en una región cada vez más disputada.
Una lección para líderes empresariales
Aunque suene alejado del mundo corporativo, este episodio encierra lecciones para el liderazgo y la estrategia empresarial. Primero, que los símbolos importan. Un gesto aparentemente absurdo puede tener efectos reales en la percepción de poder, control y decisión. Segundo, que los límites de lo razonable son movibles cuando se trata de marcar territorio. Y tercero, que incluso las decisiones que no afectan directamente la línea de ingresos pueden configurar el contexto en el que se negocia, se invierte o se compite.
Las islas de los pingüinos —inhóspitas, salvajes, silenciosas— se transformaron de pronto en un espejo de las tensiones del mundo moderno: territorios físicos convertidos en metáforas políticas. Trump, con su lista de aranceles, no apunta al comercio. Apunta a la cartografía del poder.
Mientras los pingüinos reales caminan en fila bajo la nieve perpetua, la política humana avanza por otros senderos. Y la pregunta ya no es si este tipo de gestos son efectivos, sino qué tan lejos llegarán.
¿Vendrán luego aranceles para glaciares flotantes? ¿Para estaciones científicas? ¿Para mares internacionales?
La línea entre lo serio y lo ridículo se difumina cuando el comercio se convierte en símbolo. Y lo simbólico, ya lo saben los estrategas, tiene más fuerza que mil containers.