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Creo, lector, que las obligaciones de quien escribe tienen que ver con los derechos de quien lee. Derecho a la verdad, a la objetividad, a la discrepancia; derecho a que no le matemos el optimismo que le queda, a que no construyamos conceptos a partir de especulaciones.

06 Octubre de 2023 10.36

A veces me cuestiono, lector, si quienes escribimos tenemos derecho a profundizar la desilusión de los lectores. Si debemos demoler la poca fe que queda en medio del desbarajuste de la República. Si es legítimo hacerles el juego a los cultores del escándalo; si uno puede ser altavoz de los poderes, siervo de las angustias, notario de las tragedias. A veces, me cuestiono si tengo derecho a matar el encanto de alguna mañana, difundiendo desesperanza en una nota de periódico, afilando la capacidad de censura y poniendo sal en la herida abierta, que el hombre común lleva como marca hecha por el entrampamiento de su porvenir.

Los que escribimos, con frecuencia, nos transformamos en catedráticos de la queja, presumiendo quizá que así sintonizamos con el lector y que, de ese modo, coincidimos con las corrientes de opinión, porque, claro, todos queremos ser populares; estar en la boca de todo el mundo; decir lo que a la gente le gusta oír; pensar como la masa, y ser, a nuestro modo, "populistas" de la columna, las redes, del micrófono o de la pantalla. Difícil tarea resulta discrepar con la gente, quedarse solo con los propios conceptos y transformarse en impenitente redactor de visiones diferentes.  Más cómodo es apostar al disparate, hacerle el juego al lugar común, adular cuando corresponde, disimular con frecuencia o formar parte del coro.

Mucho se habla, lector, del derecho a la opinión. Hay leyes y estatutos que lo consagran. Hay gremios que se ocupan de defender tan importante facultad. Y ese es, además, uno de los valores sobre de los cuales debemos ser intransigentes, porque la libertad es lo que hace posible la dignidad de la gente, porque la gente debe saber, y tiene derecho a escoger y a construir sus propias conclusiones. Sin embargo, los que escribimos y opinamos, ¿hablamos alguna vez de las obligaciones y las responsabilidades que corresponden al privilegio de escribir, de opinar y ser escuchados? ¿Cuándo examinamos nuestros privilegios a la luz de la autocrítica? ¿O es que "la libertad de opinión" no tiene la contrapartida de "la responsabilidad por la opinión"? Para algunos "escribidores", no parece existir tal cuestión, porque sus espacios son rincones dogmáticos, cuando no buzones de disparates y trincheras de insultos.

Yo planteo, lector, el difícil tema de las obligaciones de quienes escribimos en la prensa, de los que opinamos por aquí y por allá. Planteo y propongo pensar -y debatir- el grado de responsabilidad que nos corresponde en el desastre de la República y en la edificación del desencanto como única opción de la gente. Claro está, esa crítica debe comenzar por lo que uno escribe, por lo que dice y como dice y por la seriedad que cada uno da a las opiniones que suelta, porque esto de opinar, como todo en estos lares, comienza a degradarse peligrosamente, al punto que el rótulo aquel de "analista" con que algunos medios realzan el ego del entrevistado, empieza a parecerse a los títulos obtenidos en universidades de medianoche. 

Creo, lector, que las obligaciones de quien escribe tienen que ver con los derechos de quien lee. Derecho a la verdad, a la objetividad, a la discrepancia; derecho a que no le matemos el optimismo que le queda, a que no construyamos conceptos a partir de especulaciones. Derecho a saber que quien escribe no se debe a los poderes, ni debe usar su espacio para defender sus intereses. El lector tiene derecho a la calidad, a la seriedad, y si se quiere, al humor fino. ¿Será posible la autocrítica de quien escribe? 

Es preciso, creo yo, asumir que la verdad no nos pertenece, y que nos corresponde la obligación de decir lo que uno piensa, con autenticidad, propiedad, claridad y un poco de humildad. (O)

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