Cómo las redes sociales nos convirtieron en peces de colores
Lo que más me preocupa no es que estemos en la pecera. Es que nos estamos olvidando de que hay un mundo afuera. Un mundo donde no hace falta un filtro para verte lindo, ni un hashtag para sentirte vivo. Un mundo donde puedes equivocarte sin que te cancelen, donde puedes estar triste, donde puedas ser tu sin que un algoritmo te diga quién eres.

Me acuerdo de cuando la vida era más simple: una bicicleta por el barrio para ir a comprar helados, una pelota de fútbol, un chiste en la esquina con amigos, una café con Chiriboga que terminaba con un "qué lindo hablar contigo". No había likes, no había historias, no había algoritmos. Ahora, en cambio, vivimos en una pecera mostrando las aletas más brillantes, mientras el mundo nos mira a través del vidrio de las redes sociales. Y lo peor: nosotros también miramos, todo el tiempo, como si nuestra vida dependiera de cuántos corazoncitos ponemos o nos ponen los desconocidos.

Hace unos días, me puse a pensar en cómo llegamos a esto. Estaba en TikTok, como un idiota naturalmente, a las tres de la mañana, viendo videos de un tipo que explica cómo pelar una banana sin ensuciarse. ¿Por qué? No tengo ni idea. Pero el algoritmo, ese dios invisible que vive en mi celular y que me conoce más que mi mamá, decidió que ese video era para mí. Y no sólo eso: después me mostró un tutorial para hacer origami, una receta para hacer un asado y un thread en X sobre por qué los gatos son mejores que los perros. Todo en diez minutos. Y yo, como un imbécil con insomnio, seguí mirando. Las redes sociales nos convirtieron a todos en actores de nuestra propia película. Antes, si querías ser famoso, tenías que saber cantar, actuar o, mínimo, contar chistes en un cumpleaños. Ahora, basta con tener un celular y un filtro que te saque las ojeras. Ahora subimos una foto en Instagram con un café espumoso y un libro de Cortázar para aparentar que somos interesantes. Tomamos fotos de platos de comida, sin saber todavía para qué. Compartimos viajes o frases supuestamente profundas. Casi siempre, todo es mentira. El café espumoso es instantáneo, la comida resultó fea y el libro a duras penas lo leímos. Pero en la pecera, todo tiene que parecer perfecto.

Y no es solo Instagram. En X, todos somos todólogos, epidemiólogos y entrenadores de fútbol. Cada uno con su verdad absoluta, peleándose en hilos de 280 caracteres como si el mundo dependiera de quién tiene razón. En TikTok, somos coreógrafos, chefs, divulgadores científicos o standaperos, todo en videos de 60 segundos. 

Lo peor es que esta performance no para. Antes, si metías la pata, con suerte, al lunes ya nadie se acordaba. Ahora, todo queda grabado. Peor cuando se viraliza. También, un tuit tonto de 2012 te puede arruinar la carrera en 2025. Una "story" mal pensada te puede dejar sin amigos. Vivimos con el miedo de que el vidrio de la pecera se rompa y todos vean que, en realidad, no somos tan interesantes como parecemos.

Lo que sucedió es que antes estabas contento porque te reías con tus amigos, porque conociste a una persona interesante o porque encontraste una moneda en el bolsillo. Ahora, la felicidad es un número: 200 likes en una foto, 50 retuits en un chiste, 10 mil vistas en un video donde bailas como idiota. Si no hay notificaciones, no hay alegría. Si no hay corazoncitos, no existes.

Y no es solo la felicidad. También el amor, la amistad, el éxito. Todo se mide así. ¿Tu pareja no te dedicó un posteo en el aniversario? No te quiere. ¿Tu amigo no comentó tu última foto? Es un traidor. ¿Tu jefe no te dio un like en LinkedIn? No sirves. Las redes nos metieron en la cabeza que, si no hay prueba digital, no pasó. Y nosotros, como peces, compramos.

No me malinterpreten. No estoy diciendo que las redes sean el diablo o no sirvan. Hay cosas buenas. Puedo ver cómo está mi prima en Australia sin gastar un centavo. Puedo descubrir un poema de Borges. Puedo aprender a cambiar una rueda pinchada en YouTube. El problema no es la herramienta, es cómo la usamos.

Quizás deberíamos dejar el celular en casa un día entero, aunque nos dé taquicardia. Hablar con alguien sin chequear el teléfono cada cinco minutos. Hacer algo sólo porque te gusta, sin subirlo a ninguna parte. Escribir un diario, pero de los de verdad, con lápiz, dibujitos y papel. Hacer cosas sin que un algoritmo te sugiera contenido relacionado.

Al final, lo que más me preocupa no es que estemos en la pecera. Es que nos estamos olvidando de que hay un mundo afuera. Un mundo donde no hace falta un filtro para verte lindo, ni un hashtag para sentirte vivo. Un mundo donde puedes equivocarte sin que te cancelen, donde puedes estar triste, donde puedas ser tu sin que un algoritmo te diga quién eres.

Ayer, después de escribir esto, salí a caminar. Dejé el celular en la mesa, como un acto de rebeldía. Vi a mi hijo pateando una pelota contra una pared, a una señora regando unas macetas, a dos amigos riéndose de algo que no entendí. Nadie estaba grabando. Nadie estaba scrolleando. Y, por un momento, sentí que la pecera se rompía y el agua se iba por la alcantarilla.

Después volví a casa, agarré el celular y subí una historia con una frase de Cortázar. Porque, al final, soy un pez como todos. (O)