Vivimos en un mundo que dejó de moverse por certidumbre. Hoy, la economía global se define más por lo que no sabemos que por lo que creemos saber. Y esa incertidumbre se ha convertido en el nuevo motor -o freno- del crecimiento económico.
En las últimas semanas, la tensión en Medio Oriente ha vuelto a poner sobre la mesa una verdad incómoda: el precio de la energía sigue siendo el termómetro geopolítico del planeta. Lo que parecía un conflicto regional rápidamente escaló a una tormenta global. Y como siempre, el petróleo fue el catalizador.
Una intervención militar, una represalia, un cierre parcial del Estrecho de Ormuz, una declaración política: basta un solo movimiento para alterar el precio del crudo, activar alarmas inflacionarias y hacer temblar los mercados financieros. En minutos, se paralizan decisiones de inversión, se reprograman compras de materia prima, se disparan los seguros de riesgo y se rediseñan presupuestos públicos. Todo por la incertidumbre.
Pero el impacto más visible, y a la vez más silencioso, es el que ocurre en el ánimo de las personas. En tiempos de volatilidad, los consumidores no actúan con miedo, sino con pausa. Aplazan la compra de ese bien que ya habían decidido. Cancelan ese viaje. Posponen la remodelación. Dejan de invertir. La economía se enfría no solo por las tasas o los shocks de oferta, sino porque la gente pierde la brújula. No sabe qué esperar. No sabe qué vendrá.
A esta atmósfera incierta se le suma otro factor crítico: la guerra tarifaria que comienza a tomar forma a nivel global. El regreso de políticas proteccionistas, los nuevos impuestos al comercio exterior y las restricciones cruzadas entre las principales potencias han encarecido las importaciones, distorsionado las cadenas de valor y disparado los costos de vida. Este fenómeno está generando un efecto particularmente riesgoso: el riesgo de estanflación. Es decir, una combinación tóxica de inflación alta con crecimiento estancado. El peor escenario para cualquier economía: precios altos, consumo débil, inversión congelada.
La inflación, si no se contiene, es un destructor silencioso del poder adquisitivo. Erosiona los ingresos reales, multiplica la pobreza, agranda la desigualdad y obliga a los bancos centrales a tomar medidas duras, muchas veces recesivas. Por eso, seguir la inflación no es solo tarea de economistas: es un imperativo de política social. En un entorno inflacionario, quienes menos tienen son los más golpeados.
Cada nuevo arancel, cada retaliación comercial, cada medida unilateral, alimenta ese ciclo de desconfianza. Y en este contexto, las decisiones empresariales se retrasan, los flujos de capital se desvían, y las familias reajustan sus presupuestos personales. Las tarifas ya no solo son una herramienta comercial: se han convertido en un factor estructural de incertidumbre.
Y no se puede ignorar una consecuencia humana de esta inestabilidad: el aumento de los flujos migratorios. En tiempos de crisis económica, conflictos bélicos o incertidumbre política, millones de personas abandonan sus países en busca de seguridad y oportunidades. Esta presión migratoria no solo representa un drama social, sino que también tensiona las economías receptoras, genera respuestas populistas y añade una capa adicional de complejidad a la gobernabilidad global. La incertidumbre ya no solo afecta al capital: afecta a las personas que lo producen.
Y en el centro de esa ansiedad estructural está la energía. A pesar de todos los discursos sobre transición energética, el petróleo y el gas siguen siendo los cimientos invisibles de la estabilidad económica. De ellos depende no solo el transporte y la industria, sino también las expectativas de inflación, el costo del capital y la capacidad fiscal de los países. Cuando el precio del crudo sube sin control, todo el sistema financiero se tensa.
Lo preocupante es que estas tensiones ya no son eventos excepcionales. Son la nueva normalidad. El mundo atraviesa un ciclo sostenido de conflictos que se retroalimentan: guerras, retaliaciones, sanciones, bloqueos, ciberataques, populismos energéticos, guerras comerciales y desplazamientos masivos de personas. Todo suma. Y todo apunta a lo mismo: vivimos una era donde la energía, el comercio, la inflación y la migración ya no se negocian, se disputan.
Entonces, ¿cómo se responde a un mundo en incertidumbre? No con parálisis, sino con estrategia. Es momento de que los países, las empresas y los ciudadanos desarrollen una nueva forma de navegar la realidad: más flexible, más informada y menos ingenua. No se trata de predecir el futuro, sino de prepararse para múltiples futuros posibles.
En lo local, esta incertidumbre debería obligarnos a pensar de forma distinta. Las decisiones energéticas ya no pueden posponerse. No es racional mantener recursos bajo tierra mientras la demanda global sube, los precios oscilan, y los ingresos fiscales se deterioran. Tampoco es sostenible depender de importaciones caras mientras se castiga la inversión nacional. El mundo ya no espera. El mundo actúa.
Porque en un planeta incierto, quien se mueve primero gana. (O)