Crónica de un padre en el concierto de su hijo
Cuando llegamos, me di cuenta de que ese hijo (puede ser su hijo también) se convierte en una masa de quince mil histéricos iguales, que gritan todos al mismo tiempo, la mayoría de las veces sin motivo aparente. La ansiedad se vuelve contagiosa y se siente el nerviosismo en el ambiente.

Me salvé del servicio militar obligatorio y de la guerra del Cenepa. Me salvé de ser vegetariano y de ser de Liga. Me salvé de muchas cosas horribles. Pero no me salvé de llevar a mi hijo a un concierto de Fede Vigevani. Exacto, ¿quién es Fede Vigevani? Quizás por eso caí en la trampa. Pensé que era un momento para pasar juntos, como ir al estadio a ver un partido de fútbol, pero me equivoqué.

Fue espantoso desde el inicio. No sólo lo inquieto que estaba Agustín para salir pronto de la casa o la desesperación para encontrar un parqueadero porque había que entrar enseguida al Coliseo ya que el espectáculo podía empezar sin nosotros (valga decir que estábamos ahí una hora antes de la hora programada). Además, había que llevar un cartón con la cara de Fede (cosas de fanáticos modernos) que me avergonzaba y teníamos que oír en el trayecto el playlist con las canciones que seguramente se iban a escuchar en el show. 

Cuando llegamos, me di cuenta de que ese hijo (puede ser su hijo también) se convierte en una masa de quince mil histéricos iguales, que gritan todos al mismo tiempo, la mayoría de las veces sin motivo aparente. La ansiedad se vuelve contagiosa y se siente el nerviosismo en el ambiente. Cruzo miradas con una madre que acompaña a sus hijas y me hace así con los hombros, con un gesto cómplice y triste, como diciendo "qué le vamos a hacer".

Hasta tanto, nuestros hijos esperaban atentos cuando, el rato menos pensado, se escucha a través de los parlantes una prueba de sonido. Ese fue el momento exacto cuando se acabó la tensa paz. Un grito atronador retumbó por todo el coliseo. Ese fue el primero de tantos alaridos ensordecedores que me dejó completamente aturdido, no sabía dónde estaba. Lamentablemente enseguida recobré el conocimiento, para mi mala suerte. Y eso que era sólo una prueba de sonido.

Agustín, expectante, me pide que falten quince minutos para que empiece el concierto. Él veía a todos lados estudiando el campo de batalla. Diseñando la estrategia adecuada para estar más cerca de su ídolo o para yo qué se. Yo, en cambio, intentaba recuperarme del golpe auditivo, pero era difícil porque cada vez se repetía ese estruendo y la histeria colectiva no me dejaba oír ni a mi consciencia. Era pura expectativa expresada en un sonido agudo, horrible, ensordecedor. Seguramente los creadores de Black Canary, cuyo superpoder más conocido es un chillido ultrasónico que le permite aturdir a sus enemigos e incluso destruir objetos, fueron también a este concierto. 

Con puntualidad inglesa le avisé a Agustín que ya era hora. Solo alcanzó a decir que le espere ahí. Salió corriendo para ganar puesto en la valla. Me había quedado solo. Tampoco hice el intento de seguir sus pasos. Todavía me quedaba algo de dignidad.

Él estaba feliz, saludó con la mano a todos los cantantes, se pudo tomar fotos. Yo padecía: esta gente grita sin sentido, sin argumento, sin ninguna piedad. Estaba lejos de mi hijo. Y cuando pienso que nada puede ser peor, justo ese momento, sale al escenario la Veci Banda (solo por el nombre no debí haber ido). Ese momento veo a un papá que se desmaya sin hacer ruido. Otro, más allá, empezó a deambular, parecía desorientado. Vi a algunos que se quedaron sentados: unos estaban como desvanecidos y otros jugaban candy crush, pero no atinaban una. Les juro, yo lo vi. 

A mí me empezaron a doler los tímpanos. Cada vez se hacía más intenso e insoportable. Las canciones, llenas de un ritmo empalagoso y poco serio, no se detenían. A mitad del concierto intento taparme los oídos, pero me doy cuenta de que me están sangrando las orejas. Pedía desesperadamente que paren de cantar. Pero nadie me escuchaba y a nadie le importaba.

Con desesperación regresé a ver a la Cruz Roja, pero estaban desbordados. Otro padre se estaba recuperando de algún soponcio. En cambio, el de a lado mío, que todavía resistía me hizo una mueca leve: entornó los párpados, levantó las cejas y movió la cabeza de arriba a abajo. Era el gesto masculino universal, el que dice: Hermano, aguantemos que falta poco, como diría Casciari. Me hizo bien saber que no era el único.

Algo recuperado, veo el campo de batalla y había gente adulta inconsciente. En el escenario sonaba una cumbia espantosa. No encuentro a Agustín, supongo que está encima de algún parlante. Por fin, la música para. Yo empiezo a llorar de dolor, y entonces mi hijo reconoce los escombros que quedaban de mí, llega corriendo y me abraza fuerte, fue un abrazo interminable, mejor que los abrazos de gol. Un llanto histérico, esta vez en mi pecho diciéndome con todas las lágrimas posibles gracias, gracias, gracias, fue el mejor día de mi vida. Entonces es cuando entiendo, muy en el fondo, que toda esta sangre ha valido la pena. (O)