La ciudad, ¿es para vivir?
La ciudad se deteriora con asombrosa velocidad. La inseguridad campea, la contaminación abruma y mata. Las élites disimulan, entre cobardonas y calculadoras. El Municipio espera y languidece. Calla. O tardíamente explica algún distante tema que suena a informe ministerial.

Las ciudades se construyeron para vivir. En contraste con el campo, se imaginaron para acumular comodidades, seguridad, posibilidades de desarrollo humano y progreso material. Allí prosperaron las escuelas y las bibliotecas, las universidades y los clubes. En torno a su plaza se radicó el poder, se edificó la iglesia, la catedral y el palacio. El municipio -expresión política del vecindario- encontró lugar siempre al costado de la plaza mayor.  Las grandes familias levantaron sus casas y anclaron su prestigio social lo más cerca posible del "centro". 

La ciudad fue concentradora, a tal punto que su estructura revela con claridad la conformación piramidal de las viejas sociedades. Las calles coloniales confluyen al corazón de la urbe, empujan al transeúnte a pasar frente a los símbolos de la autoridad, trepados como monumentos en los  atrios y lejanos, por tanto, del hombre común.

Después, comenzó la migración del centro a la periferia, y más adelante, se inició la huida de la ciudad  a los campos aledaños. ¿Cuándo perdió prestigio social aquello de   vivir en la casa del centro? ¿Cuándo nació la moda de irse a los valles,  comprar lote en la urbanización moderna y edificar lo más lejos posible de las calles antiguas? Ese día cambió el país. Ese día comenzaron las ciudades a hacerse invivibles; los palacios y las casonas  se transformaron en conventillos y tugurios; las esquinas, en sitios equívocos; las plazas en territorio de vagos; los portales, en refugio de mercachifles de medio pelo, y las iglesias coloniales, en recintos callados, nostálgicos de los tiempos de gloria, cuando no en escenario de disparates. 

El "centro" pasó  de espacio prestigioso, donde la gente vivía y el elegante paseaba, a  ser una  especie de mercado persa, que ante el asombro de sus angustiados habitantes, se disputan con tenacidad  vendedores ambulantes,   delincuentes y  conductores de buses y camiones. Los ministerios,  bancos y edificios de profesionales prósperos huyeron también del casco colonial hacia los potreros y los cerros aledaños, que pronto se poblaron de los aires fatuos de la espantosa arquitectura setentera. Y aparecieron las avenidas -versión aerodinámica de la modernidad, negación de la callecita torcida rodeada de balcones, desmentido absoluto del chaquiñan-, y junto a ellas, nacieron los escaparates iluminados y los hoteles y, después, los inefables "mall" que implantaron en esa ciudad reciente y esnobista los últimos dictados de la cultura de plástico y cartón. Allí, la clase media encontró la razón de vivir y el sentido de ser en un tiempo en que los referentes vienen en los enlatados de  televisión. Las iglesias se vaciaron a la hora de las misas y, en cambio, los centros comerciales se llenaron y se llenan de curiosos, paseantes y consumistas en trance de comprar lo que fuere.

La ciudad creció. Y con ella, las expectativas, los problemas y la incapacidad e imprevisión de la burocracia de todos los tiempos y de todos los signos, al punto que ahora cabe preguntarse si la ciudad, entendida  como espacio de humanidad, ¿es realmente vivible? ¿Se puede ser persona de verdad, con dignidad, deberes y derechos, entre la contaminación que obscurece el cielo, que mata todo entusiasmo y pone rabia en el alma? ¿Somos ciudadanos cuando cada mañana nos sentimos aprisionados, disminuidos, enfermos de frustración, entre la brutalidad del tráfico, la impavidez  o la ausencia de la policía, el humo de cientos de autobuses, la indisciplina generalizada y la angustia por llegar al sitio de trabajo?¿Dónde  están la autoridad, el Municipio, la policía, las leyes? ¿Qué hacen, además de explicar de vez en cuando los "planes" que nos transportan a un remoto e improbable futuro, o de hacer discursos políticos? 

La ciudad se deteriora con asombrosa velocidad. La inseguridad campea, la contaminación abruma y mata. Las élites disimulan, entre cobardonas y calculadoras. El Municipio espera y languidece. Calla. O tardíamente explica algún distante tema que suena a informe ministerial. No levanta entusiasmos el Municipio. No agrupa ilusiones el Municipio. Los proyectos de la ciudad parecen contaminados de la polvareda que nos ha hecho gris la vida. La Alcaldía debería liderar con energía -rompiendo esquemas- los cambios  que hagan posible la reconstitución de una ciudad que no puede ni debe morir entre el tráfico insoportable,  la ceguera de los líderes, y quizá, los infaltables temores electorales -el terror a perder votos- que han neutralizado tantas cosas en este país.

El Municipio  está obligado a enfrentar a los choferes, a  poner disciplina en el tránsito y terminar con la contaminación  que ahoga a la ciudad. El Municipio no se inventó para "consensuar" con responsables de la contaminación ni con los mercachifles al por menor. Las autoridades municipales están obligadas a solucionar con urgencia el asunto  de la inseguridad, están obligadas a decir algo, con firmeza y claridad, sobre la pretensión maligna para la vida del vecindario, pero políticamente rentable, de que  los vendedores ambulantes hagan de la ciudad un inmenso mercado de pulgas. 

Mientras tanto, me pregunto si las ciudades  están hechas para vivir, o para matar a la gente que se atreve en ellas. O al menos para matar sus ilusiones. (O)