Hay una época, mayoritariamente en la juventud, en la que nos sentimos inmortales. Pensamos que todo es posible. Importa muy poco lo que sientan los de alrededor respecto a nuestro propio recorrido. La muerte la sientes lejana: te tiras por ventanas o bajas a toda velocidad en una bicicleta sin casco y, lo que es peor, sin frenos. Te importa poco la vergüenza: pegas gritos que piensas que hay que gritar, haces travesuras pensando que todo está bien o muecas en las fotos (para arruinarlas, claro está) creyendo que es lo correcto y que eso te vuelve chistoso o diferente. Es una época en la que se tolera un poco ser tonto.
En algún momento de nuestras vidas creemos que nos sobra el tiempo. Gobernamos el mundo a nuestras anchas y dominamos lo que se nos cruza: que suba la marea y la marea sube. Somos inmortales porque creemos que es un estado permanente del que no vamos a pasar y vemos muy lejana la posibilidad de parecernos a nuestros padres. Sabemos que va a suceder, pero falta mucho tiempo para aquello. Imaginamos con ser grandes e independientes, momento en el que consolidaríamos nuestro poder sobre el mundo que gobernamos, pero mientras eso sucede seguimos construyendo castillos de sal desde esa inconsciencia maravillosa que nos da la inocencia.
Esta época usualmente sucede antes de la adolescencia y la juventud inicial. Tener quince años para las mujeres es una edad recordable, como diría Hernán Casciari, para los perros el principio de la vejez, y para nosotros, los varones, nada bueno. Los quince masculinos son una transición del habla, una torpeza del cuerpo. En cambio, hay una edad, posterior a los quince, en donde las costumbres y los deseos distancian a los hombres. Pero antes de que esto suceda, en nuestras bicicletas dominamos el mundo y somos dueños de la calle, del barrio y de la refrigeradora de nuestros amigos (de donde obteníamos provisiones).
Es una edad en la que construimos muchos castillos de arena sin darnos cuenta de que son de arena (tampoco importaba). Sin embargo, entendíamos que construir de esa manera es la única forma de construir. Mi espada y escudo eran mis amigos Muller, Andrade, Reyes, mis caballeros andantes, con quienes cabalgábamos en nuestras bicicletas conquistando el mundo, sin saber cómo iba a venir la vida porque la vida era ese instante. A diferencia de lo que sucede después, nuestro interés no solo era conquistar a las guapas vecinas Nieto, Córdova, Ruiz, Pachano, Palacios, sino ganar el próximo partido de fútbol, cazar saltamontes para dar de comer a las arañas o hacer una expedición para ir a tomar helados. Como buenos caballeros medievales, éramos los dueños de aquellos territorios ancestrales y nadie nos podía cuestionar el poder adquirido en las calles, en el parque, en las canchas de tierra y en nuestra imaginación, que siempre es un lugar maravilloso. Éramos poderosos reyes en el reino imaginario de la juventud.
Éramos inmortales, no podía salir nada mal. Todo se hacía a nuestro antojo y sin presupuesto, porque eso era lo de menos. Dominábamos el barrio trepados en árboles o pateando una pelota, pensando que el mundo era un lugar inocente y feliz. Ahora entiendo que el mundo a nuestros pies es un producto de la inmadurez y la creencia de la eterna juventud, la arrogancia y la estupidez humana. Pero así era. Combatíamos molinos de viento y hacíamos frente a la infalible arma de la chancleta materna que amenazante volaba por nuestras cabezas con el arma más despiadada que tiene el ser humano: nuestra imaginación.
El tiempo pasa y ocurre que luego de muerto el rey, puesto el rey. La naturaleza del poder es fugaz y efímera y nos enseña la importancia de apreciar y abrazar la belleza de la vida a pesar de su naturaleza transitoria. Aunque en la juventud tenemos una extraña sensación de inmortalidad, el tiempo llega como un síntoma más que luego vamos superando con madurez y sabiduría. Luego de esa época de inmortalidad, te das cuenta de que la vida se ha ido, aunque hagamos el intento de disimular las cicatrices. Escondemos la menopausia, las patas de gallo ruegan por bótox, las várices las tapamos y algunos se pintan las insolentes canas. Disimulamos la presbicia y las tetas caídas poniendo cara de giles, para no delatar el paso del tiempo. Casi todos los síntomas de la vejez se pueden evitar o esconder, menos uno: el tiempo. ¡Esa sí que es una desgracia! Por eso, quien sabe, si hubiéramos sabido esto antes, nuestra juventud hubiera sido distinta. Sin embargo, son cosas que solo las enseña el tiempo. En fin. (O)