Regalos con brillo, infancias con pantallas
Hoy los niños comen con una pantalla al frente, sean inquietos o no. Se la ponen “por si acaso se inquietan”. Seguro ustedes también lo han visto. Y si están esperando una consulta médica junto a sus padres, la forma más rápida de distraerlos es entregarles un dispositivo electrónico.

Durante las fiestas navideñas leí una frase que decía que el gran reto que tenemos es atravesar todo el brillo y el glamour de esta temporada, que se ha vuelto cada vez más comercial, para recordar el verdadero sentido que tiene la Navidad. Y me quedé pensando en eso: en lo que pudimos hacer, en lo que debimos compartir. 

Pensando en los niños, siento que todo ha dado un giro, sobre todo para quienes pueden darse el lujo de dar regalos. Hoy, los obsequios que predominan ya no son los mismos, y esta tendencia no es solo una percepción. En Ecuador, el juego digital dejó de ser una excepción para convertirse en parte cotidiana de la infancia y la adolescencia. Mediciones oficiales muestran que una proporción significativa de estudiantes —desde los 8 hasta los 17 años— juega “mucho” a videojuegos fuera del horario escolar, una práctica que se concentra con más fuerza en la niñez que en la adolescencia, aunque el tiempo total de pantalla aumenta conforme crecen (INEVAL, 2021; Gobiernos Locales por la Infancia, 2024).

A este escenario se suma un dato inquietante: la relación con las pantallas comienza cada vez más temprano. Estudios recientes revelan que el 40 % de los niños ya tiene una tableta a los 2 años, y que casi uno de cada cuatro posee un celular propio a los 8 años, manteniendo un promedio cercano a 2,5 horas diarias frente a pantallas. En apenas cuatro años, el tiempo dedicado a videojuegos aumentó un 65 %, mientras la televisión tradicional cedió espacio a plataformas de videos cortos como TikTok y YouTube Shorts (Common Sense Media, 2025). Más que alarmar, estos datos nos obligan a preguntarnos con quién juegan nuestros niños y qué lugar ocupa el juego digital y las pantallas en una infancia que ya no puede pensarse sin ellas.

En una reunión, una gran amiga —psicóloga— nos compartía algo que le preocupa cada vez más: la ausencia de juguetes portátiles en las carteras de las mamás. Se refería a los carritos, los dinosaurios, las pinturas, los crayones, las hojas de papel. Decía, con mucha claridad, que nos hemos olvidado de jugar, que todo se ha vuelto inmediato y mediado por pantallas.

Y estoy de acuerdo. Hoy los niños comen con una pantalla al frente, sean inquietos o no. Se la ponen “por si acaso se inquietan”. Seguro ustedes también lo han visto. Y si están esperando una consulta médica junto a sus padres, la forma más rápida de distraerlos es entregarles un dispositivo electrónico. Y alguien podría preguntarme: ¿cuál es el problema? Y mi respuesta es: no es uno son varios.

El primero es privar al niño de explorar y de jugar, de generar juego simbólico, creativo e imaginativo, que es justamente lo que hacíamos cuando éramos pequeños con esos juguetes portátiles de los que hablaba mi amiga. Ahora imaginen que, en lugar de jugar con el carro, el oso, el peluche o lo que fuese, el niño pasa ensimismado frente a una pantalla. ¿Qué se supone que crea, imagina o construye? La respuesta es dura, pero clara: nada, porque no hay interacción.

Luego nos preguntamos por las dificultades de aprendizaje y de lenguaje. Pero si los niños no están interactuando ni comunicándose con seres humanos, no esperemos un niño parlanchín, ni que a los tres años nos “venda el mundo” con su lenguaje —aunque sea imperfecto—, como solía pasar cuando existían estímulos y experiencias más ricas.

En definitiva, escribo esta columna no para juzgar, sino para invitar a reflexionar sobre qué estamos regalando a nuestros niños. Si regalamos dispositivos, investiguemos sobre el tiempo adecuado, la compañía necesaria, con quién juegan y cuáles son los límites. Lo mismo ocurre con la exposición a celulares. Varios expertos lo reiteran: exponer a niños de 1 a 3 años a dispositivos móviles no aporta beneficios reales y, por el contrario, puede frustrar su desarrollo cognitivo, lingüístico y afectivo. Porque una pantalla no abraza, no te mira a los ojos, no responde al vínculo y, sobre todo, no le dice a un niño que lo ama. (O)