La diplomacia europea acaba de escribir una nueva página en su largo recorrido de equilibrios y desencuentros. El Tratado de Amistad y Cooperación Bilateral firmado el 17 de julio entre el Reino Unido y Alemania no es un mero protocolo diplomático. Es, en realidad, una pieza más de un tablero en el que Europa sigue buscando cómo adaptarse a un entorno global cada vez más incierto. No porque inaugure un tiempo nuevo —los lazos entre Londres y Berlín son profundos y no empiezan ahora— sino porque consagra, con carácter formal, una alianza estratégica bilateral en un momento de máxima inestabilidad internacional.
Los términos del tratado son claros en la letra, pero ambiguos en el trasfondo. El documento proclama una "asociación estratégica privilegiada", una fórmula bien conocida en el derecho internacional: significa cercanía, pero no integración. Se habla de defensa, ciberseguridad, inteligencia, innovación tecnológica, sostenibilidad, comercio y cultura. Se prevé el desarrollo conjunto de capacidades militares, la cooperación en el Indo-Pacífico, el apoyo sin fisuras a Ucrania, la promoción de la industria de defensa —incluyendo investigación y desarrollo— y la colaboración entre think tanks, universidades y empresas estratégicas. Todo eso está en el texto, con solemnidad y detalle.
Pero hay algo más allá de la letra. La historia de Europa nos enseña que los tratados no son solo listas de compromisos: son fotografías de un momento político. Este acuerdo anglo-alemán recuerda, inevitablemente, al Tratado de Dunkerque de 1947, cuando Londres y París sellaron un pacto de defensa mutua ante el miedo al rearme alemán. Hoy, el contexto es radicalmente distinto: Alemania no es un adversario a contener, sino un socio preferente con el que Londres quiere consolidar un nuevo eje estratégico. Sin embargo, hay algo en este gesto que revive viejos patrones: el regreso a las alianzas bilaterales, al cálculo por parejas, a los acuerdos que se superponen a las estructuras colectivas.
El problema no es la cooperación en sí. Cooperar es positivo. Cooperar con Alemania, imprescindible. La Unión Europea necesita que el Reino Unido no desaparezca del tablero continental tras el Brexit. Pero hay un matiz que no puede pasarse por alto: este tratado refleja, con toda su elegancia diplomática, la voluntad británica de influir en Europa sin estar en Europa. De seguir actuando como un actor europeo, sin pagar el precio político de regresar al proyecto común.
Londres firma con Berlín un tratado que institucionaliza consultas regulares entre ministros de Asuntos Exteriores y de Defensa, crea un Consejo Bilateral de Seguridad y permite incluso la coordinación en operaciones exteriores. Se establece un comité permanente sobre defensa y política exterior, con reuniones anuales de máximos responsables. Es decir, se crea un andamiaje paralelo a las estructuras de Bruselas. No es cooperación europea: es bilateralismo estratégico en estado puro.
En cierta medida, el Reino Unido está reconstruyendo, país por país, su red de relaciones en Europa, como quien reordena un viejo atlas diplomático. Primero fue el acuerdo con Francia en 2010 (los Tratados de Lancaster House), después los acuerdos post-Brexit con varios países del Este y ahora esta nueva asociación con Alemania. Es el modelo británico tradicional del "divide et coopera" adaptado al siglo XXI: no con todos, sino con los más importantes.
Alemania, por su parte, también tiene sus razones. El país que durante décadas proclamó su "cultura de la contención" militar, hoy acelera su rearme. La Zeitenwende —ese giro histórico anunciado por Olaf Scholz en 2022— se traduce en un aumento del gasto en defensa sin precedentes desde 1945. Alemania busca diversificar alianzas, construir confianza militar y reducir su dependencia absoluta de Estados Unidos. En ese marco, reforzar la relación con el Reino Unido es lógico. Pero el precio no es menor: cada acuerdo bilateral de defensa diluye un poco más el sueño de una política común europea.
El fondo de la cuestión es ese. Europa sigue sin tener una voz propia en seguridad y defensa. No tiene un ejército común, ni una capacidad industrial coordinada, ni una autonomía estratégica real. Tiene fragmentos, tiene acuerdos parciales, tiene duplicidades. El tratado anglo-alemán lo refleja con claridad: es un paso en la buena dirección para los firmantes, pero un paso lateral respecto a la construcción europea.
La pregunta es incómoda, pero necesaria: ¿quién va a pagar los costes de esta duplicidad? ¿Puede Europa permitirse que Reino Unido y Alemania desarrollen capacidades bilaterales en paralelo a la OTAN, y además al margen de la Política Común de Seguridad y Defensa de la UE? ¿Dónde queda la coherencia estratégica si cada país construye su propia agenda, mientras Bruselas observa con preocupación?
Y hay otra cuestión que no se puede obviar: la relación entre gasto y estrategia. Europa está aumentando su inversión en defensa a un ritmo desconocido en las últimas décadas. Reino Unido va camino del 2,5 % del PIB en gasto militar. Alemania ya está en niveles récord desde la posguerra. Francia lleva años en la misma senda. ¿Y mientras tanto? Se recortan días festivos, se aplazan reformas sociales, se suben impuestos a las rentas medias. Es el precio de la reorientación estratégica, pero también de la falta de eficiencia y de la duplicación de estructuras.
En lugar de una defensa europea compartida, racionalizada y cooperativa, tenemos una carrera por ver quién arma más rápido a sus fuerzas nacionales. Y eso, a medio plazo, no es sostenible.
El tratado firmado por Reino Unido y Alemania es, por tanto, un documento relevante, histórico y necesario. Pero también es un síntoma del modelo europeo actual: un continente en búsqueda de seguridad, pero sin un proyecto común claro.
Y aquí conviene recordar lo esencial. Cuando Winston Churchill, en su famoso discurso de Zurich de 1946, llamaba a construir una Europa unida, advertía: "Debemos construir una especie de Estados Unidos de Europa. Si no lo hacemos, asistiremos una y otra vez al retorno de los viejos conflictos." Un año después, en 1947, se firmaba el Tratado de Dunkerque. Hoy, casi ochenta años más tarde, regresan los pactos bilaterales en defensa, pero falta la arquitectura colectiva. La historia parece repetirse, aunque con otras formas.
Y fue también entonces cuando Konrad Adenauer, en plena reconstrucción de la posguerra, formuló una advertencia que hoy sigue vigente: "La unificación europea no es una cuestión de conveniencia táctica, sino de supervivencia histórica." La seguridad de Europa no puede descansar en acuerdos por parejas. No puede sostenerse sobre alianzas bilaterales superpuestas. Necesita un marco común, una política de defensa real, una visión colectiva.
Es un tratado relevante, sí, pero marca una tendencia inquietante: la de un Reino Unido que quiere ser indispensable para Europa, pero sin volver a integrarse plenamente en ella. Y la de una Alemania que, consciente de la fragilidad estratégica europea, opta por reforzar sus alianzas bilaterales mientras el proyecto común de defensa permanece en suspenso.
En realidad, este acuerdo no es solo un reflejo del momento actual, sino la reiteración de un patrón histórico. La defensa europea siempre ha sido el terreno donde más difícil resulta construir unidad, donde las soberanías pesan más que las visiones compartidas y donde los intereses nacionales se imponen a la arquitectura colectiva.
Hoy, en 2025, seguimos atrapados en ese dilema. La amenaza es global, los desafíos son comunes, pero la respuesta sigue fragmentada. Y mientras eso ocurra, Europa continuará atrapada entre la cooperación táctica y la incapacidad estratégica para dar el salto definitivo hacia una verdadera política común de seguridad y defensa. (O)