El fentanilo y la economía de la muerte
El fentanilo no es una droga poderosa. Es una trampa eficiente. No da placer, no mejora la vida, ni siquiera ofrece la falsa promesa del éxtasis prolongado. Es una sustancia diseñada, casi quirúrgicamente, para maximizar la rentabilidad de los distribuidores a costa de la dignidad, la salud y la vida de sus consumidores. En la era del hedonismo químico, esta molécula sintética nos revela una verdad brutal. No estamos ante una epidemia de drogas, sino ante un colapso moral global, donde el mercado decide quién vive y quién muere.

¿Qué tipo de civilización tolera una droga que mata a quienes ni siquiera desean consumirla?
En los últimos diez años, en EE.UU., más de 400.000 personas muerieron por sobredosis de fentanilo. Cifra que, de por sí, debería ocupar la primera plana todos los días. Sin embargo, la normalizamos. Nos acostumbramos a la estadística, como si se tratara de un dato meteorológico. Y ahí está el primer problema. El fentanilo, aparte de ser una crisis sanitaria, es una catástrofe ética.

No se trata, como en otras épocas, de jóvenes buscando experiencias escapistas o revolucionarias. No estamos hablando del LSD de los 60, ni del crack de los 80. El fentanilo no ofrece iluminación, ni siquiera un buen viaje. Es, literalmente, una sustancia que aniquila la voluntad humana. Que no produce "más vida", sino menos. Su poder radica en el control. Una molécula que coloniza el sistema nervioso para esclavizar al usuario, empujándolo a un ciclo de dolor y alivio fugaz. Es heroína destilada para la eficiencia, para el negocio.

El principal problema del fentanilo no es su potencia, es su utilidad comercial. A diferencia de la heroína tradicional, que requiere tiempo, cultivos, rutas logísticas complejas, el fentanilo puede producirse en laboratorios improvisados, a menor costo y con mayor margen de ganancia. Es una droga para distribuidores y por eso está en todas partes.

Las píldoras adulteradas con fentanilo (que simulan ser oxicodona, benzodiacepinas o incluso estimulantes como el MDMA o la cocaína) se convertieron en una ruleta rusa de alta eficiencia. Según la DEA, en 2023 más del 70 % de las pastillas incautadas contenían dosis letales. Algunas víctimas jamás supieron que estaban consumiendo opioides. No eran adictos. No buscaban "el cielo". Solo una noche de fiesta. Un analgésico. Una pastilla para dormir y acabaron muertos.

Entonces, ¿por qué seguimos tratando este fenómeno con la misma lógica que fracasó en la "guerra contra las drogas"?

Estados Unidos optó por endurecer penas, aumentar incautaciones, reforzar la frontera. Pero las moléculas sintéticas no necesitan cruzar campos de cultivo. La oferta siempre se adapta. 

No basta con demonizar a los carteles. El fentanilo se inserta en una sociedad rota. Una donde el dolor (físico, emocional, y existencial) se vive en soledad. Donde millones de personas enfrentan enfermedades, pobreza, trauma y alienación sin red de contención. El opioide entra como lo hizo la religión en épocas oscuras, a través del alivio inmediato. El problema es que cobra un precio demasiado alto. Y ese valor es la desconexión total con todo lo que hace que la vida valga la pena.

El fentanilo corroe comunidades. Destruye barrios enteros. Las escenas que antes eran marginales se replican hoy en ciudades medianas, suburbios y pueblos. Se ven zombis caminando, personas que perdieron el juicio, la dignidad, la higiene, el sentido del yo. Muchos de ellos jamás eligieron este destino.

El fentanilo es el síntoma de un sistema económico donde todo, incluso el dolor humano, es una mercancía. De una cultura que exalta el placer inmediato, pero no enseña a tolerar la incomodidad. De una política pública que criminaliza al adicto, pero protege al cabildero farmacéutico.

Sí, se necesita regulación. Pero también se necesita compasión estructural. Acceso a salud mental, programas de reducción de daños, reinserción social. Necesitamos entender que el usuario de opioides no es "un otro" peligroso, sino un espejo roto que refleja lo que construimos como sociedad y lo que no queremos mirar.

Al final del día, la verdadera tragedia del fentanilo es que creamos un mundo donde demasiadas personas sienten que no tienen nada que perder. (O)