El jefe que nadie contrataría, mírate al espejo...
Emprender no es para todos. Pero sí es para quienes estén dispuestos a convertirse en una versión profesional de sí mismos. No para parecer empresarios, sino para ser empresarios. Porque la empresa es, al final, el reflejo directo de quien la lidera.

La semana pasada estuve en Miami, en un evento de networking inspirador, lleno de conversaciones poderosas y oportunidades de conexión con emprendedores de distintas partes del continente. Aunque cada historia fue distinta, hubo dos conversaciones que se me quedaron grabadas. 

La primera fue con un emprendedor convencido, de esos que yo llamo desde hace tiempo un "emprendedor por convicción". Tiene pasión, actitud, energía. Se le nota en los ojos, en las manos, en la voz. Pero, a pesar de toda esa fuerza, no entiende por qué su emprendimiento no escala. Hace todo con el corazón, pero el negocio no despega. 

La segunda fue con un emprendedor por obligación. No encontró el trabajo corporativo que deseaba, no llegó la oferta con el salario de sus sueños, y decidió emprender. Pero nunca dejó de mirar hacia afuera, hacia el mercado laboral. Su emprendimiento es transitorio, una espera con forma de negocio. Siempre expectante, siempre con la maleta lista para cerrar su empresa en cuanto llegue "la oportunidad real". 

Y dentro de este segundo grupo, hay una variante aún más preocupante: el emprendedor que nadie contrataría. Esa persona que no tiene ninguna competencia por la que una empresa lo consideraría. Ni habilidades técnicas, ni hábitos productivos, ni conocimientos relevantes, ni metas claras, ni valores consolidados, ni mucho menos un propósito. Y sin embargo, es su propio jefe. Este perfil también nace de la obligación, pero no desde la esperanza de una mejor oportunidad laboral, sino desde la carencia absoluta de opciones. Es el autoempleo como refugio, no como elección.

Imagina una empresa liderada por alguien así. Por una persona que no sería contratada por ninguna compañía, pero que ahora lidera la suya. Es el único empleado de su negocio. Y ese negocio, sin importar su rubro, dependerá completamente de él. 

Este contraste me hizo reflexionar sobre algo fundamental: las motivaciones importan. Y mucho. 

El emprendedor por convicción suele tener una motivación interna poderosa. Emprende porque quiere, no porque debe. Busca la libertad financiera, la autorrealización, el impacto. Tiene una causa, un porqué, un deseo profundo de construir algo propio. Su elección es libre y voluntaria, y aunque tropiece, su propósito lo mantiene firme. 

En cambio, el emprendedor por obligación actúa desde la necesidad. Su motivación es de supervivencia: lo empuja el desempleo, la urgencia económica o la presión de responsabilidades familiares. Su elección no fue libre, fue forzada. Y esa falta de autonomía se refleja en la fragilidad de su compromiso, en su baja tolerancia al fracaso, en su expectativa de escape.

Y claro, no podemos olvidar al tercer perfil, el que también actúa por obligación pero sin ninguna base. El que nunca sería contratado por nadie y ahora está al frente de una empresa. Un líder sin liderazgo, sin plan, sin hábitos, sin rumbo. Y a eso hay que sumarle lo más delicado: tampoco tiene competencias de gestión.

 Por eso, si algo he aprendido, es que la herramienta más importante de un negocio no es el producto, ni el capital, ni siquiera la idea. Es el emprendedor. Es su nivel de desarrollo, su mentalidad, su disciplina, su capacidad de liderazgo, su madurez emocional y su compromiso con el crecimiento. 

Una empresa puede tener una idea brillante, pero si la lidera alguien que solo tiene actitud y nada de criterio técnico o estrategia, fracasará. Puede tener una estructura operativa eficiente, pero si su fundador está emocionalmente ausente y siempre pensando en volver al empleo corporativo, está condenada a estancarse. Y peor aún: puede tener buenas intenciones, pero si su fundador no se ha tomado en serio su propia formación, ni tiene las condiciones personales para liderar un equipo, no hay estructura que aguante. 

Necesitamos dejar de romantizar el "espíritu emprendedor" y empezar a profesionalizarlo. No basta con las ganas. No basta con el carisma. Y mucho menos basta con el desencanto laboral. 

El emprendedor es la herramienta. Y si esa herramienta está sin afilar, oxidada o peor, si nunca ha sido construida con intención, el negocio no solo no crecerá. Se convertirá en una trampa. 

Emprender no es para todos. Pero sí es para quienes estén dispuestos a convertirse en una versión profesional de sí mismos. No para parecer empresarios, sino para ser empresarios. Porque la empresa es, al final, el reflejo directo de quien la lidera.

La verdadera pregunta no es si puedes emprender, sino si estás listo para liderar. ¿Te contratarías a ti mismo para hacerlo? 

¿Estás emprendiendo desde tu propósito, o desde tu desesperación? (O)