El feminismo ha sido, sin duda, una de las fuerzas más transformadoras de nuestra historia. Gracias a la lucha de miles de mujeres, hoy disfrutamos de derechos que antes eran impensables: votar, estudiar, trabajar, decidir sobre nuestros cuerpos y ocupar espacios que durante siglos estuvieron prohibidos. Pero como todo movimiento social, el feminismo no es uniforme ni estático. Tiene matices, contradicciones y también interpretaciones que, cuando se radicalizan, terminan desfigurando su esencia.
En los últimos años he visto cómo el feminismo malentendido se ha convertido en una especie de campo de batalla, donde ya no se trata de construir igualdad, sino de señalar, dividir y confrontar. Un feminismo extremo que deja de lado la equidad para instalarse en la idea de que los hombres son enemigos naturales y que la meta es la superioridad femenina. Y lo que más me preocupa es que, en lugar de sororidad, ha generado ataques entre mujeres. Hoy parece que si no piensas de manera radical, eres tibia; si decides ser amorosa o servicial con tu pareja, eres sumisa; si cuestionas ciertos discursos, eres traidora al movimiento. Como si existiera una única forma válida de ser feminista.
El riesgo es enorme. Muchas mujeres, aun creyendo en la igualdad, prefieren no llamarse feministas por miedo a la etiqueta de radicales. Y las nuevas generaciones, confundidas, pueden llegar a pensar que empoderarse significa rechazar todo lo masculino, cuando en realidad la verdadera libertad está en poder elegir: amar, cuidar, servir, compartir o no hacerlo, pero siempre desde la decisión propia y no desde el miedo al juicio. Porque ser buena con tu pareja, apoyarla, construir juntos, no te hace menos fuerte, menos libre ni menos feminista.
Este radicalismo también ha afectado a los hombres. El feminismo bien entendido debería invitarlos a romper estereotipos, a asumir corresponsabilidades, a crecer con nosotras. Pero el discurso extremo los convierte en villanos colectivos, señalados no por sus actos sino por su género. Eso genera miedo al diálogo, silencio forzado e incluso reacciones contrarias que alimentan lo que queremos superar: la violencia, la desigualdad, la rigidez de roles.
Las redes sociales han amplificado este problema. Los mensajes más incendiarios son los que más se comparten, mientras que los debates complejos rara vez se viralizan. Así, una narrativa de trincheras se instala en la opinión pública, aunque no represente a la mayoría. Y en medio de esa dinámica, perdemos de vista que el feminismo no nació para dividir, sino para sumar.
La verdadera victoria no llegará cuando las mujeres estemos por encima de los hombres, sino cuando la igualdad deje de ser una utopía y se convierta en una realidad cotidiana. Y eso exige también valentía para reconocer que no siempre debemos apoyar a una mujer solo por ser mujer; la justicia implica mirar la historia completa, analizar actos, no géneros.
Ni las mujeres somos enemigas entre nosotras, ni los hombres son enemigos por naturaleza. Todos formamos parte del mismo sistema, y el equilibrio solo será posible si dejamos de gritar desde trincheras opuestas y comenzamos a construir puentes. La igualdad no se edifica desde el resentimiento, sino desde la empatía, la libertad y la responsabilidad.
Convertir la lucha en odio no nos acerca a la igualdad, nos devuelve al mismo sistema que combatimos, a la final el feminismo es libertad, no revancha. (O)