En Ecuador, la niñez y la adolescencia enfrentan una amenaza silenciosa pero devastadora: la violencia que ha penetrado incluso en las aulas, al menos eso es lo que vemos ahora. Lo que antes eran espacios de juego, aprendizaje y descubrimiento, hoy se han convertido en territorios donde la inseguridad y el miedo crecen al ritmo de las balas, las extorsiones y los silencios forzados. La escuela, ese lugar que prometía futuro, ha pasado a ser en muchas zonas una trinchera más del conflicto interno no declarado que vivimos.
No son pocos los casos en los que niños de 12 o 13 años son reclutados por bandas delictivas para llevar paquetes, pasar información, o incluso portar armas. Ya no es raro que un docente tenga que suspender la clase por amenazas. En algunos sectores, hay instituciones educativas donde los maestros entran con miedo y los estudiantes con resignación. ¿Qué está pasando? ¿Cómo llegamos aquí?
Los datos no mienten: solo en 2025, más de 700 denuncias de secuestros, amenazas y extorsiones en el sistema educativo fueron reportadas por la Unión Nacional de Educadores, aunque el Ministerio de Educación reconoció apenas una fracción. No se trata de cifras frías, sino de historias de vida rotas. De maestros que abandonan la docencia por temor, de niños que dejan de asistir por "precaución", de adolescentes seducidos por promesas falsas que los arrastran a un abismo sin retorno.
El reclutamiento no ocurre solo en zonas marginales. También en sectores urbanos donde el abandono institucional ha dejado un vacío que las bandas han ocupado sin resistencia. Muchos de estos grupos no necesitan más que una conversación, una promesa de celular o unos pocos dólares para capturar la voluntad de un menor. Y es que, para un niño que no tiene qué comer, que vive con miedo y sin referentes adultos sólidos, la vida criminal se disfraza de oportunidad.
¿Qué lleva a un niño de 10 años a llevar droga en su mochila en lugar de libros? ¿Qué empuja a un adolescente a aprender a disparar antes que a leer un texto y opinar sobre lo que ha leído? La respuesta es compleja, pero tiene raíces profundas: la pobreza, la desnutrición crónica, el abandono escolar, la falta de acceso a servicios de salud mental, y sobre todo, una sociedad que ha fallado en protegerlos.
Es tiempo de recordar lo esencial: los niños y niñas deben correr para jugar a las atrapadas, no para escapar de la policía. Deben cargar cuadernos llenos de dibujos y sueños, no paquetes de droga. Deben aprender a sumar y restar, no a disparar. Es tiempo de devolverles la infancia que les ha sido robada.
Es fácil señalar a los gobiernos, a los ministros o a las instituciones. Y sí, tienen una enorme responsabilidad: deben crear políticas públicas que fortalezcan la educación, la seguridad y la protección infantil. Pero la responsabilidad es también nuestra. De los padres, de los docentes, de los líderes comunitarios, de los medios, de cada adulto que cierra los ojos ante una realidad que nos duele.
Cada vez que ignoramos una denuncia, cada vez que decimos "ese no es mi problema", estamos contribuyendo al problema. Cada vez que minimizamos el dolor de un niño o justificamos la violencia como parte del entorno, estamos siendo cómplices del fracaso colectivo. No podemos seguir normalizando la violencia como si fuera un precio inevitable por vivir en Ecuador.
La respuesta está en múltiples frentes. Necesitamos programas educativos con enfoque en derechos humanos y prevención de la violencia. Necesitamos acompañamiento psicológico real y sostenido para niños en riesgo. Necesitamos protección efectiva para los docentes y protocolos claros ante amenazas. Necesitamos recuperar los espacios comunitarios como entornos seguros y de pertenencia.
Pero más que todo eso, necesitamos una transformación cultural. Una sociedad que deje de romantizar la violencia, que deje de justificar la pobreza, que entienda que proteger a la infancia no es caridad, es justicia. Que cuidar a los niños es la única manera de asegurar el futuro.
Hoy más que nunca, alzamos la voz por quienes aún no pueden hacerlo. Por los niños que viven atrapados entre balas, por las niñas que temen ir a clases, por los adolescentes que aún pueden salvarse si les tendemos la mano a tiempo. Porque la infancia no puede seguir siendo campo de guerra. Porque cada niño perdido en el crimen es una promesa rota de país. Y porque no hay futuro posible si no somos capaces de proteger a quienes más lo necesitan.
No es tiempo de represión, es tiempo de protección. No es momento de endurecer penas, sino de fortalecer oportunidades. No es momento de miedo, sino de responsabilidad.
Es tiempo de jugar, de aprender, de vivir. No de morir en silencio. (O)