Jugar para sanar
Jugar no es solo una actividad recreativa: es una herramienta clave para el desarrollo integral y la salud mental infantil. Mediante el juego, los niños fortalecen habilidades cognitivas, sociales y emocionales, al tiempo que procesan emociones complejas como el miedo, la frustración o la tristeza.

Hace unos días, con un grupo de amigos debatíamos los aprendizajes y el revuelo ocasionado por la serie Adolescentes, emitida en una de las plataformas de streaming. Aunque los puntos más evidentes del debate se centraron en los lamentables efectos sociales del acoso escolar, las influencias de las comunidades en línea y, especialmente, en las dinámicas juveniles actuales, sentí que nos faltó un análisis más profundo sobre las causas estructurales de este drama, y, sobre todo, una reflexión sobre lo que podemos hacer desde el entorno familiar para aportar soluciones a los conflictos de violencia que afectan a niños y adolescentes en todo el mundo.

Rara vez nos detenemos a realizar una autocrítica social acerca de lo que hacemos —o dejamos de hacer— desde "nuestro metro cuadrado" para movilizarnos hacia acciones concretas que trasciendan el ruido mediático. El ciclo habitual —indignación colectiva, pico de atención mediática al ritmo de las coyunturas políticas, y eventual olvido— se repetirá indefinidamente si no actuamos. Si alguien duda de ello, basta recordar las desapariciones y muertes de menores ocurridas en Guayaquil hace apenas cuatro meses, los casos de violencia vicaria o los femicidios, que hoy son solo tristes recuerdos de militancias efímeras.

La violencia ha escalado a niveles insospechados como consecuencia de múltiples factores estructurales; sin embargo, desde el ámbito doméstico, a menudo ignoramos las respuestas que están a nuestro alcance para mitigar este fenómeno. Según cifras recientes de UNICEF, en Ecuador casi el 40 % de los niños, niñas y adolescentes recibe un trato violento por parte de sus padres, el 26 % por parte de sus docentes, el 60 % ha sido testigo de peleas entre estudiantes, y 4 de cada 10 se siente inseguro en el transporte público.

Gabor Maté, reconocido médico y especialista en psicología y psiquiatría, sostiene que "muchos de los estados que llamamos enfermedades tienen un trauma o una herida psicológica de base". A partir de esta afirmación, considero que la violencia tiene su origen en emociones no expresadas que se convierten en dolor silencioso. Por tanto, una de las estrategias más efectivas a nuestro alcance es regresar a lo básico: establecer un diálogo genuino con nuestros hijos.

El arte de dialogar con niños y adolescentes se origina en las experiencias vitales más simples. En nuestra búsqueda de sofisticación para encontrar una alternativa a la rutinaria pregunta "¿cómo te fue hoy?", hemos descuidado uno de los recursos más poderosos para conectar emocionalmente: el juego. Reírnos juntos, deslizarnos por una resbaladera o simplemente lanzar una pelota puede ser una vía para fortalecer vínculos afectivos y abrir espacios de conversación.

En mi experiencia personal de paternidad —marcada por el divorcio, la distancia geográfica y el contacto virtual diario— confieso que los momentos más memorables con mi pequeña hija Amelié han surgido de las ocurrencias más inverosímiles: un canal de televisión imaginario que creamos juntos, donde ambos somos presentadores; títeres hechos con los dedos; origamis; recetas de cocina; entrevistas a personajes ficticios; o lecturas que nos llevan a una "luna de queso" tras sobrevolar los techos de Quito en un unicornio azul.

Jugar no es solo una actividad recreativa: es una herramienta clave para el desarrollo integral y la salud mental infantil. Mediante el juego, los niños fortalecen habilidades cognitivas, sociales y emocionales, al tiempo que procesan emociones complejas como el miedo, la frustración o la tristeza. Además, se ha comprobado científicamente que las actividades lúdicas y físicas promueven la liberación de endorfinas, neurotransmisores que generan bienestar, lo cual contribuye a reducir el estrés y la ansiedad tanto en niños como en adultos (Cherry, 2023). Un estudio longitudinal publicado en Pediatrics reveló que los niños que practicaban actividad física de forma regular entre los 6 y 8 años mostraron menos síntomas depresivos dos años después, lo que subraya el valor preventivo del juego activo frente a trastornos del estado de ánimo (Brunet et al., 2017).

Por estas razones, fomentar el juego durante la infancia y promover actividades integradoras en la adolescencia —especialmente en compañía de adultos significativos— constituye una inversión eficaz en el bienestar emocional. Reservar tiempo para compartir una comida, practicar un deporte, caminar por la montaña o simplemente estar presentes, con la misma rigurosidad con la que agendamos una reunión de negocios, puede marcar una diferencia vital. Las opciones están al alcance de nuestra imaginación. Bastan pequeñas decisiones de tiempo y afecto, guiadas por un libreto escrito con el amor más puro y primigenio que únicamente los padres y madres sentimos por nuestros hijos. (O)