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Uno de los conceptos que más se repiten en estos tiempos es el de la seguridad jurídica. Esta institución, contenida en el artículo 82 de la Constitución, más allá de lo legal, debe entenderse como clara alusión a los principios de confianza, buena fe y recta intención, que lamentablemente, se disipan en la confusión general en que vivimos.

06 Septiembre de 2023 12.12

La economía, el derecho, la democracia, el poder legítimo, las relaciones sociales, la vida misma, se basan en la confianza. La seguridad jurídica está constituida por la certeza de que se cumplirá la ley, que no tendrá efecto retroactivo, que habrá estabilidad normativa, y que instituciones como la cosa juzgada, los derechos adquiridos y la jerarquía normativa tendrán efectivo valor.

La confianza tiene que ver con la lealtad, el honor y la buena fe. Es la dimensión moral que hace posible la vida en sociedad.

La confianza supone que el Estado funciona, que los jueces son justos, los legisladores prudentes, los políticos responsables.

I.- La dolarización y la desconfianza. - La dolarización, medida indispensable sin la cual el Ecuador estaría peor que Venezuela, tuvo como antecedente una dramática crisis de confianza en la moneda nacional. El sucre agonizó y murió porque la gente dejó de creer en su valor, dudó sistemáticamente de su eficacia y apostó al dólar. La soberanía monetaria por la cual todavía se suspira, no existe sin la fe de la comunidad. El Estado mismo se basa en lo que Renán llamaba “el plebiscito cotidiano”, la prueba de credibilidad de cada día. La sociedad política y la economía se mueven entre la adhesión y la huida. Y para remediar las huidas, sobran los discursos, los patrioterismos y las proclamas. Se requieren actos que apuntalen la certeza, porque solo con ella prosperan la capacidad adquisitiva de los salarios, la seguridad del patrimonio y el futuro de las familias.

II.- La autoridad y la desconfianza.- ¿Cómo logran los estados la obediencia de la gente? Solo hay tres vías: la confianza, el interés y el temor. Si no hay la concurrencia de esos tres factores, la autoridad es una palabra si sustancia moral. La crisis del principio de autoridad, como la que sufrimos ahora, implica (i) que el ciudadano perdió la confianza, (ii) que el Estado no sirve a los intereses de la comunidad; y, (iii) que la ley, los actos del poder y el sistema judicial no son eficientes y no inspiran respeto. En el Ecuador, hay una explosiva mezcla de las tres razones. La corrupción ha pervertido nuestras relaciones con el Estado y ha envenenado la confianza. La saturación impositiva abruma a todo el mundo, y la percepción general es que estamos dominados por un ogro costoso, gigantesco y cada vez más inútil, que no genera seguridad.

III.- La democracia y la lealtad política. - La democracia se concreta en el voto, esto es, en un acto de confianza en los candidatos y sus propuestas. Penosamente, el sistema ha entrado en una crisis persistente que proviene, entre otras causas, de la falta de consistencia, o más bien, de la sistemática deslealtad de los candidatos con sus electores. La regla general, y sin excepciones relevantes, es que uno es el discurso electoral -las ofertas de felicidad y salvación- y otra muy distinta la desoladora realidad, y otros muy distintos los actos de legislación y gobierno. La crisis, el escepticismo y las apuestas suicidas a los populismos de todos los colores, tienen su origen en la negación de la verdad, y en la filosofía aquella de “lo políticamente correcto”, es decir, en la mentira calculada como forma de hacer política.

IV.- La confianza en la legalidad.- El imperio de la Ley, sustancia del Estado de Derecho, tiene relación con la fe en la legalidad, (i)  con la creencia de cada individuo y , por cierto, de la comunidad, de que las normas expresan conceptos de justicia; (ii)  que la retroactividad normativa no se admite; (iii)  que los derechos adquiridos no se pueden revocar; (iv) que hay asuntos intangibles, valores morales, que las normas deben expresar y no negar, como las libertades y los derechos fundamentales;  (v) que hay instituciones cuya racionalidad es innegable y que deben animar los actos del Estado y las sentencias judiciales, como la cosa juzgada, el respeto a los contratos, la lealtad procesal, la buena fe; (vi) que los reglamentos no pueden contradecir a la norma superior,  (vii) que la Constitución prevalece sobre las leyes. 

Si los actos del Estado y las leyes, si las sentencias y los actos administrativos, lesionan la confianza y el sentido común jurídico, muere la ley y campea la arbitrariedad, y con ella prospera la viveza. A la recta interpretación de las normas les suplanta el palanqueo, las “habilidades doctrinarias” y la capacidad contenciosa. Y entonces desaparece la fe en la legalidad, se entorpece la capacidad de prever, de planificar, de invertir e innovar. ¿Quién arriesga sin reglas claras?

V.- Los contratos son pactos de buena fe. - Todo contrato, desde la compraventa de un artefacto de uso doméstico, hasta la gran concesión estatal, es un pacto de buena fe. Los contratos están llamados a cumplirse, bajo el antiguo precepto del “pacta sunt servanda” (lo pactado obliga). En términos del Código Civil, el contrato es ley para las partes. Este precepto rige incluso en el derecho Internacional. La Convención de Viena sobre los tratados lo consagra en el artículo 26: “Todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe”. Sin embargo, los contratos sufren también la crisis sistemática de la buena fe y, por cierto, de la confianza. Numerosos procesos judiciales y arbitrales se ocupan de resolver alegaciones que ponen en cuestión los contratos, que pretenden menoscabar su vigencia y la validez de sus cláusulas bajo argumentos de la más variada índole, y con el empleo de imaginativas argumentaciones que apuntan a desconocer el sentido natural y obvio en que deben entenderse sus cláusulas. 

VI.- La seguridad jurídica no es palabra vana. - Uno de los conceptos que más se repiten en estos tiempos es el de la seguridad jurídica. Esta institución, contenida en el artículo 82 de la Constitución, más allá de lo legal, debe entenderse como clara alusión a los principios de confianza, buena fe y recta intención, que lamentablemente, se disipan en la confusión general en que vivimos. (O)

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