Al entrar al taller de Irene Cunalata, lo primero que se percibe es un aroma nítido a vainilla. Las vitrinas, alineadas con precisión, exhiben postres que llaman la atención tanto por su forma como por su nombre. Esferas negras, rosas de frutos rojos, manzanas brillantes, tartaletas con flores, piezas inspiradas en obras de arte como las de Pollock. Todo en el espacio remite a cuidado estético, desde la elección de colores hasta la disposición de los pasteles. Irene trabaja con las mangas pasteleras en las manos y varios tatuajes visibles en los brazos. Algunos de ellos cubren heridas que acumuló a lo largo de su carrera.
Hace pocos días se presentó una escena insólita, un cremoso de banana caramelizada, cubierto con chocolate 75 % y maní garapiñado, servido en la sede del poder político ecuatoriano. Fue uno de los postres que encantaron durante una degustación para celebrar la victoria del presidente Daniel Noboa , y su creadora aún lo cuenta con sorpresa: "Yo la verdad no tenía idea para qué era porque era algo súper secreto y como que ni creo que caché bien" (risas).
El evento fue parte de una selección especial de chefs reconocidos por su trayectoria y propuestas, y la participación de Irene no fue casualidad. "Les encantó el postre. Me dijeron: el de chocolate, delicioso, súper bien, vinieron a felicitarnos", recuerda. Pero si bien fue un hito mediático, para Irene fue solo un paso más en una historia que comenzó mucho antes, en una cocina doméstica de Quito, entre mazapanes improvisados y moldes caseros.
Nacida en Quito el 2 de marzo de 1992, Irene siempre supo que quería cocinar. "Toda la vida me gustó la pastelería porque yo soy adicta al dulce, me encanta comer dulces". Aprendió observando a su madre, una excelente cocinera y se las arregló desde pequeña para replicar lo que veía. "Lo primero que aprendí a hacer fue estas bolitas de mazapán falso porque es leche con sal y leche en polvo. Mi mami no me quería dar, entonces dije: 'ya vi cómo hizo y aprendí a hacer'".
Estudió en el colegio Tomás Moro, donde completó toda su formación escolar. Su entorno familiar fue cálido y creativo, aunque ella misma reconoce no haber heredado el amor por las motos ni las acampadas de sus padres. Desde joven fue clara su inclinación: "Siempre fue el arte. Me encantaba dibujar, me encantaba pintar, cocinar. Toda la parte artística es la que más me ha gustado toda la vida".
Al graduarse del colegio en 2010, Irene no dudó en estudiar Gastronomía en la Universidad San Francisco de Quito (USFQ). Allí conoció la pastelería francesa a través de los postres del Cyril y se enamoró de la técnica y la elegancia del oficio. En paralelo, cursó un minor en artes plásticas que luego definiría la identidad estética de su marca.
Su vocación era clara desde antes de tener un título. "Desde que tengo 15 años vendo pasteles ". Durante la universidad, su talento la llevó a encargos cada vez más grandes, hasta que pudo comprarse su primera batidora KitchenAid. "Ese fue un evento enorme de 500 selva negras chiquitos. Con eso me compré mi KitchenAid. Es la batidora mágica, por ahí la tengo bien cuidada".
Tras graduarse, decidió perfeccionar su técnica viajando por Europa y Estados Unidos. Pasó por Miami, Italia, Francia, España, Bélgica y también trabajó en Disney, en Orlando. "En Disney aprendí un montón de servicio y también a ser más ágil. En Francia los postres no son tan dulces. Hay que tener un montón de control con absolutamente todo".
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Cada país dejó su huella como la eficiencia de EE.UU., la rigurosidad francesa, el aroma del chocolate belga. "Si vas a Bélgica, toda la calle huele a puro chocolate. Entonces yo quiero que mi pastel huela a puro chocolate. Si abro la caja tiene que oler a Bélgica".
Con toda esa experiencia acumulada, Irene regresó a Quito decidida a lanzar su marca. "Creamos la marca, creamos las fotos. Pero justo se fue al diablo con la pandemia". A pesar del revés, encontró en el encierro una oportunidad. "Dije: ´bueno, voy a ver si mis vecinos quieren postres y creo que como ya tenemos todo el contenido bien hecho, vamos a arrancar´".
Lo que comenzó como ventas de emergencia, rápidamente escaló. "La gente empezó a pedir muchas cosas y decidimos no tener delivery, o sea, el delivery gratis. Entonces íbamos, entregábamos los pasteles y empezamos a vender un montón, tanto que ya no teníamos espacio de producción".
Con su mejor amigo como sous chef, montó una cocina formal desde casa. Aprovechó liquidaciones y canjes para adquirir equipos industriales y finalmente abrió su primer local en Cumbayá. Hoy, cinco años después, Irene Bakeshop cuenta con tres puntos de venta, más de una docena de empleados y una estructura de producción que abastece pedidos constantes. Las ventas anuales se acercan a los US$ 100.000.
Con el crecimiento, también llegó la necesidad de delegar. "Yo creo que cada especialista tiene su especialidad por algo. Entonces, yo no puedo manejar redes sola, la parte financiera sola, no puedo abarcar todo". Actualmente, Irene se encarga de la parte creativa, relaciones públicas y el desarrollo de nuevos productos, mientras su equipo ejecuta la operación diaria.
El modelo combina un menú fijo con productos variables según temporadas, inspiración o demanda. "La gente quiere cosas específicas como el pastel de cumpleaños, las tartaletas clásicas. Entonces dije: ´bueno, vamos a sacar ese tipo de tartaletas, pero bien hechas, con buen producto y buenas técnicas´".
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Paralelamente, Irene da clases en la UIDE y pronto empezará en la Escuela de los Chefs. También organiza talleres en su propio espacio los fines de semana. "Hay domingos que nos organizamos y todo ese espacio es abierto. Viene la gente y tienen clases, aprenden a hacer tartaletas, galletas, chocolates."
Ese rol la acercó a otras iniciativas. Además de la experiencia en Carondelet, ha sido invitada como jurado en varios concursos gastronómicos. "Esta parte me encanta de mi vida ahora porque es súper chévere trabajar con gente nueva, conocer productos, que te den su propuesta".
Para Irene, el siguiente paso es claro: "Nuestro plan sería mudar ya este espacio a una planta de producción para poder masificar nuestro trabajo y ver otro espacio en Cumbayá que sea un poco más central".
Al mirar hacia atrás, Irene ve un camino propio construido a fuerza de trabajo, talento y claridad. "Hace un año estaba pensando que tenía que llegar a esto, pero en realidad dije: ´cálmate. Mira cómo has llegado a este punto. La gente te dice que tu pastel está delicioso, les gusta`. Entonces decidí detenerme y ver lo que está pasando".
Y aunque no se toma vacaciones ni tiene días libres, lo dice sin pesar: "No siento que esté trabajando. Obviamente estoy cansada, me duele físicamente el cuerpo, pero esa es la vida del emprendedor. No hay opción".
Una pastelera que pinta cuadros de Monet sobre fondant, hornea pasteles que huelen a recuerdos europeos y produce obras comestibles para presidentes. Irene Cunalata endulza su camino hacia la cima y redefine, paso a paso, pastel a pastel, el sabor del éxito. (I)