Instituciones frágiles, decisiones costosas
Suprimir la Secretaría de Inversiones Público-Privadas no es una reforma: es un retroceso. Y los retrocesos, cuando se dan en nombre de la eficiencia, suelen ser los más difíciles de revertir.

No deja de ser paradójico —y a la vez profundamente revelador— que en un país sediento de inversión, modernización y obra pública, se pretenda suprimir la única institución que ha dado pasos serios hacia la estructuración técnica de proyectos de asociaciones público-privadas. En lugar de consolidarla, se la relega al terreno incierto de lo prescindible. Como si el progreso fuera un lujo y no una urgencia.

En efecto, el pasado 26 de junio, en el tercer suplemento del Registro Oficial No. 68, se publicó la Ley Orgánica de Integridad Pública. Entre sus múltiples disposiciones, una ha pasado relativamente desapercibida, a pesar de su trascendencia: la reforma al régimen aplicable a las asociaciones público-privadas permite al Presidente de la República suprimir la Secretaría de Inversiones Público-Privadas, delegando sus funciones entre ministerios y otras secretarías "hasta una próxima necesidad o demanda de proyectos".

El eufemismo es elocuente. No se trata de una reforma, sino de una amputación institucional. La Secretaría —nacida para dotar al país de una arquitectura técnica, normativa y financiera que hiciera posible la estructuración seria de proyectos público-privados— queda a merced de la coyuntura, convertida en un engranaje desechable del aparato estatal. Y con ella, se debilita uno de los pocos avances concretos en materia de gestión moderna de la inversión en infraestructura.

Cabe preguntarse si quienes impulsan esta medida comprenden la magnitud de lo que está en juego. Porque las asociaciones público-privadas no son modas tecnocráticas ni ocurrencias ideológicas. Son herramientas complejas, que requieren especialización, continuidad institucional y visión de largo plazo. No hay país que haya logrado cerrar su brecha en infraestructura sin contar con un régimen de APP sólido, estable y creíble. Creer que sus funciones pueden ser absorbidas, sin merma alguna, por otras entidades públicas es una ingenuidad —o una negligencia— que no se justifica ni técnica ni políticamente.

En los últimos años, Ecuador ha dado los primeros pasos —tardíos, pero valiosos— hacia una política de asociaciones público-privadas con cierta seriedad. Proyectos viales, energéticos y de infraestructura estratégica han llegado a fases avanzadas de estructuración. Por primera vez en mucho tiempo, el país ha logrado presentarse ante el mundo con una propuesta creíble para canalizar inversión privada hacia obras públicas. Suprimir la Secretaría en este momento sería, sencillamente, desandar el camino andado.

Se trata de una cuestión que desborda el campo técnico y alcanza el terreno simbólico. En política, como en literatura, los símbolos importan. Y nada simboliza más el rumbo de un gobierno que sus decisiones sobre las instituciones que construyen —o destruyen— confianza. Al eliminar la Secretaría, el gobierno no solo debilita un instrumento técnico: debilita el relato que ofrece al país y al mundo sobre su voluntad de atraer inversión privada con reglas claras, procesos transparentes y una institucionalidad a la altura del desafío.

Quizá convenga recordar que la historia de América Latina está sembrada de promesas truncadas y reformas inacabadas. En parte, porque nos ha costado entender que el desarrollo no se decreta: se construye. No a golpes de improvisación, sino con instituciones que trascienden gobiernos y calendarios electorales. La tentación de volver a empezar, de desmontar lo existente para "hacerlo mejor", ha sido una constante que casi siempre termina por diluir las pocas certezas que hemos logrado acumular.

Doce proyectos —entre ellos carreteras, plantas de generación eléctrica y obras clave para la conectividad y el crecimiento— están actualmente en etapa de estructuración bajo el régimen de asociaciones público-privadas. Representan más de diez mil millones de dólares en potencial inversión. ¿Puede el país permitirse el lujo de debilitar el marco institucional que los hace viables, justo cuando su ejecución se vuelve más urgente que nunca?

El debate, aunque técnico en apariencia, es profundamente político. Y también ético. Porque no se trata solo de eficiencia administrativa, sino de responsabilidad con las generaciones que vendrán. Suprimir la Secretaría de Inversiones Público-Privadas no es una reforma: es un retroceso. Y los retrocesos, cuando se dan en nombre de la eficiencia, suelen ser los más difíciles de revertir.

Hay decisiones que definen una época. Esta, sin duda, es una de ellas. (O)