Desde niños, muchos aprendimos que el valor estaba en saber la respuesta correcta, no en tener el coraje de hacer una buena pregunta. El que levantaba la mano más rápido era considerado el brillante. Cuestionar, dudar o pensar diferente era arriesgado, te marcaba como el rebelde, el contestón, el que desafiaba al profesor. Crecimos con un modelo educativo que consagraba al profesor como dueño de la verdad y al alumno como simple replicador.
No es un capricho cultural. El sistema que heredamos en buena parte de Latinoamérica se inspiró en el modelo prusiano del siglo XIX. Concebido para formar soldados obedientes y operarios de fábrica sumisos, privilegió la disciplina, la uniformidad y la memorización. Sorprendentemente, este modelo, a pesar de todos los avances, persiste en muchas aulas, ahora con proyectores en lugar de pizarras, pero con la misma lógica de fondo: respuestas estandarizadas, pensamiento lineal y escasa tolerancia a la duda.
La educación tradicional continúa fallando. Según datos del Banco Mundial (2023), más del 70% de los estudiantes ecuatorianos de tercer grado no comprenden lo que leen, y solo el 12% de los docentes aplican metodologías activas en el aula. Formamos para la repetición, no para el pensamiento crítico. Para la obediencia, no para la exploración.
Lo noto incluso en la educación de mi hijo de 12 años. Si bien la tecnología ha entrado a los colegios, el formato mental sigue intacto... si tu método para resolver un problema difiere del profesor, incluso si alcanzas el mismo resultado final, es probable que esté "mal".
Y sin embargo, el mundo ha cambiado. Vivimos en una era donde la inteligencia artificial puede resolver problemas más rápido, más preciso y con menos sesgo que la mayoría de nosotros. Pero no puede, al menos no todavía, formular preguntas que realmente abran nuevos caminos. El nuevo diferencial humano no está en la velocidad para responder, sino en la sensibilidad para cuestionar.
En mi vida profesional, especialmente en el ámbito de la innovación, he tenido que desaprender viejos paradigmas. Comprendí que no se trata de poseer respuestas brillantes, se trata de abordar los desafíos con una mente genuinamente abierta que parta desde la pregunta correcta planteada en el lugar y momentos correctos. Lo digo siempre, "la innovación se hace en el territorio, no en el escritorio".
En una ocasión, mientras trabajaba en un proyecto, todos en la oficina aseguraban que nuestros clientes "no usaban tecnología". Decían que era imposible alcanzarlos con soluciones digitales. Pese a ello, con mi equipo decidimos aprender en la calle si esto era verdad, y así fuimos a visitar mercados y barrios en distintas ciudades. Lo que encontramos fue revelador, muchas de las vendedoras manejaban sus celulares con una destreza sorprendente, utilizando WhatsApp como su principal medio de interacción social, era su medio de chisme, de comunicación, de gestión de pedidos. Es cierto, no usaban apps bancarias ni correo electrónico, pero eso no significaba que no usaran tecnología. Significaba que usaban la tecnología que les era útil, no la que a nosotros se nos antojaba porque "así lo hacen todos" o "sentido común".
Ese momento fue un cachetazo al ego y una lección poderosa, no se trata de imponer soluciones, sino de comprender realidades. Y para comprender, es crucial escuchar antes de proponer, preguntar antes de dictar. Dejar de asumir que por tener el título o el cargo, ya sabemos qué necesita el otro.
A menudo, como consultores o líderes de innovación, sentimos la presión de tener 'la gran idea'. Sin embargo, nuestro mayor valor reside en facilitar las preguntas adecuadas, provocar conversaciones difíciles y crear los espacios para que los equipos construyan soluciones a desafíos reales.
Hoy, las metodologías más relevantes como el design thinking, el aprendizaje basado en proyectos o incluso las prácticas de coaching organizacional, parten de un principio simple pero potente: una pregunta bien formulada abre más puertas que una respuesta rápida. Lo mismo aplica a la inteligencia artificial generativa, solo es útil en la medida en que sepamos cómo interrogarla con precisión y propósito.
Como país, si persistimos en formar generaciones para obedecer, silenciando la curiosidad, estaremos forjando profesionales eficientes, pero no transformadores. Y hoy, simplemente no basta con saber ejecutar. Necesitamos gente capaz de replantear paradigmas, después de todo, las mejores ideas que he visto nacer empezaron con alguien que se atrevió a cuestionar el libreto.
El futuro no pertenecerá a quienes creen que saberlo todo es una ventaja. Será de quienes se atrevan a decir "no sé" y usen esa incomodidad como punto de partida para formular mejores preguntas. (O)