He conocido muchas mujeres empoderadas, independientes, de esas que llevan tatuado el "yo puedo sola"; las he admirado siempre. De hecho, muchas de ellas me han inspirado: en mi familia, entre mis amigas, e incluso entre mis referentes. Tanto así que, sin darme cuenta, yo también me convertí en una de ellas.
Siempre quise liderar mi vida. Marcar mis propios tiempos, cumplir metas a mi manera. Tal vez por impaciente, o tal vez por testaruda, pero nunca me gustó depender de nadie. En el colegio me costaba trabajar en grupo, no por no querer compartir, sino porque me angustiaba avanzar al ritmo de alguien más. Prefería ser yo la que les ayudaba con las tareas antes que confiarles el control. En la universidad cambié. Un poco a la fuerza porque veníamos de distintos países y con distintos backgrounds pero finalmente aprendí a delegar, a esperar y a confiar. Es decir, a soltar. Por suerte lo aprendí, porque sino sería en la vida profesional la campeona del micromanagement; y eso genera más conflictos que beneficios. Hoy prefiero liderarlos y motivarlos que controlarnos y ya no tengo que cargar con mochilas ajenas. Esta fue la mejor lección que me dejó la universidad y todos esos amigos que pude hacer en esos años.
Hoy entiendo que mucho de este impulso tiene que ver con haber priorizado mi energía masculina: esa parte de nosotros que estructura, decide, lidera y empuja. Pero también tenemos energía femenina: la que nos conecta con la creatividad, la intuición, el cuidado y la apertura a recibir. Cuando esas dos energías se equilibran, algo dentro de nosotras se alinea.
Desde niña me gustaba emprender. Tenía un club con mis primos donde hacíamos pulseras y cuadros para vender. Obvio, yo era la presidenta. Más grande, alquilaba espacios de mi departamento en Montreal en verano para que sean bodegas para mis amigos. De vuelta en Quito, con mi mamá y mi tía, vendíamos fundas ecológicas y gorras de moda. Siempre había una idea rondando y un proyecto por comenzar. Y no es casualidad. En Ecuador, según el Global Entrepreneurship Monitor, el 33,4 % de las mujeres emprenden. Es una de las cifras más altas del mundo. Lo menos alentador es que muchas lo hacen por necesidad más que por elección: el 21,1 % no tienen empleo antes de emprender y solo el 10,6 % tiene educación superior. Pero sea por necesidad o por determinación, todas tienen algo en común: lo hacen desde el amor propio.
La necesidad puede ser el primer empujón, pero lo que viene después es convicción. Es una competencia con nuestras versiones pasadas. Es querer crecer, probarse, lograr. Si, en parte puede ser ego, pero yo prefiero llamarlo amor propio.
Este desbalance de energías también me ha llevado a cuestionarme y por ende a autoconocerme. Parte de este aprendizaje ha sido aprender a recibir. Siempre me ha gustado dar y mimar a quienes quiero. La energía femenina es esa que nos permite abrirnos para recibir. Las circunstancias de la vida también me llevaron al lado de aprender a recibir. Normalmente me gustaba demostrar mi cariño a través de detalles y regalos y terminaba siendo la más detallista del grupo. Ahora busco ese balance, entre dar y recibir. No es dar para recibir después sino dar y estar abiertos a recibir en el momento que sea.
Sí, a veces estas mujeres medio brujas, medio intensas, asustamos un poco. Pero si lo hacemos desde el amor propio y el deseo de crecer, está bien. No bajemos nuestras banderas de empoderadas e independientes. Tal vez la bandera del "yo puedo sola" no hace falta ondearla todo el tiempo. Porque sí, solas podemos llegar lejos, pero acompañadas llegamos mejor... con más historias que contar y con más amor a nuestro alrededor. (O)