El regreso de South Park no inaugura una etapa nueva. Tampoco busca reconciliarse con el presente. Llega como detonación, advertencia y prueba de que aún se puede usar la televisión para algo más que gestionar percepciones. En Sermon on the Mount, Matt Stone y Trey Parker ejecutan un movimiento que parece pensado con precisión milimétrica. Firman un contrato con Paramount de US$ 1.500 millones y, al día siguiente, estrenan el episodio más corrosivo de la historia del programa. Un capítulo en el que Trump es representado como una caricatura obscena y delirante, animado con la estética grotesca de Saddam Hussein y emparejado con Satanás.
La escena es ofensiva en todos los planos posibles. Su violencia estética busca el escándalo, desestabiliza. La elección del formato visual (una mezcla entre técnica antigua y edición burda) funciona como gesto programático de que se acabó la sátira elegante. Hoy es la era del fuego.
Paramount queda expuesta en ese mismo capítulo, desde una mención directa, ya que 60 Minutes aparece como un cascarón editorial, doblegado ante el poder presidencial. Mientras Jesús murmura que si un presidente puede demandar y sobornar al mismo tiempo, entonces puede hacer lo que quiera. Esa frase resume la tesis del episodio. Al poder le basta con inundar, intimidar o pactar.
Byung-Chul Han advirtió que la sociedad actual, gobernada por la transparencia, disuelve todo conflicto en positividad. El enemigo es absorbido, estetizado, convertido en contenido inofensivo. En ese paisaje, el gesto crítico se neutraliza antes de ser peligroso. South Park, consciente de ese fenómeno, decide avanzar por una línea distinta, elige la provocación.
En el inicio del capítulo Cartman aparece perdido. NPR (National Public Radio, más conocida por sus Tiny Desk Concerts) fue desfinanciada, la cultura woke perdió fuerza y no queda oposición que le devuelva su condición de antagonista. No hay enemigo, por lo tanto, no hay identidad. En esa lógica, su odio pierde sentido. Cartman descubre que ya no escandaliza y eso lo anula. Su recorrido no es el de un villano, es el de un bufón sin escenario.
Byung-Chul Han lo anticipó cuando dijo que si desaparece el otro, desaparece también el sujeto. Todo se convierte en reflejo, en imagen de uno mismo. Cartman representa la impotencia del discurso extremo cuando ya no genera efecto. Su figura encarna el agotamiento de la provocación. Frente a un mundo saturado de escándalos reales, incluso la ficción más radical parece tímida.
PC Principal, por su parte, ilustra otro desplazamiento. Su transformación en PowerChristian Principal revela la superficialidad de las adhesiones ideológicas. Donde antes gritaba a favor del respeto a las minorías, ahora grita versículos bíblicos con el mismo fervor y el mismo tono de amenaza. Hay adaptación. Como si el personaje (y con él, el ciudadano contemporáneo) solo supiera repetir lo que el algoritmo cultural exige en cada momento.
Jesús recorre los pasillos de la escuela. No enseña ni predica. Su figura solo ocupa un espacio, se deja ver. Su presencia funciona como símbolo de todo lo que perdió densidad. En una escena extraordinaria, Randy se queja porque no entiende si Jesús tiene permiso para estar en una institución pública. La duda es simbólica. Ya nadie sabe qué representa lo sagrado cuando lo sagrado se volvió rutina visual.
Pero el corazón del episodio está en la maniobra legal y política que lo rodea. Trump demandó a CBS, Paramount pagó US$ 16 millones para evitar un bloqueo regulatorio, Colbert fue cancelado por criticar esa decisión, y en ese contexto, South Park entrega un episodio que satiriza al presidente, ridiculiza al canal y plantea de manera explícita que la continuidad de la serie está en riesgo.
El final lo dice sin rodeos. Cartman y Butters, sentados en un auto, contemplan la posibilidad del fin. No hay dramatismo, apenas resignación. Es un cierre existencial. Matt y Trey hablan a través de ellos. Si esta fue la última vez, entonces valió la pena.
La sátira, para seguir existiendo, tiene que volver a ser peligrosa. En tiempos de algoritmos, contratos blindados y escándalos en oferta, South Park decide jugar a perder. Deja claro que la única forma de producir una verdad es arriesgando todo lo demás.
En una industria que convierte toda crítica en campaña de marketing, esta serie acaba de hacer algo más raro que escandaloso. Ilustraron un reflejo que es más disruptivo que cualquier chiste, apostando todo, incluso su propio futuro. (O)